En mi época de estudiante (y ávido lector de poesía) asistí con encomiable perseverancia a numerosas veladas líricas y florales —organizadas por poetas e intelectuales entonces renombrados y hoy olvidados— de las que siempre salí con la impresión de haber asistido a una actividad más ritual que cultural. En la ceremonia solían participar unos oficiantes que recitaban de la forma más amanerada y antinatural posible versos propios o ajenos ante un auditorio adepto e incondicional. Cuando ponían sus torpes manos sobre los clásicos, los recitantes solían hacer parones y emprender carrerillas que desvirtuaban por completo la métrica y la rima y convertían un soneto en mera prosa prosaica, fechoría que, perpetrada con el suficiente desparpajo, tenía un efecto de éxtasis litúrgico en los asistentes. El mismo fenómeno descubrí en las exposiciones de arte a las que acudí lleno de curiosidad en mi temprana juventud y en las que solía concluir que, si los cuadros se hubieran colgado boca abajo, nadie se habría percatado de ello. Por esa época leí también El retablo de las maravillas cervantino y El traje nuevo del emperador anderseniano, que tanto me ayudaron a comprender la naturaleza humana.
Juan va comiendo un bocadillo por la calle y llega Pedro y se lo arrebata. ¿Tiene Pedro derecho a obrar así, aun cuando argumente que está más hambriento o más flaco que Juan? ¿Y si, en lugar del bocadillo, le quita la cartera alegando que es más pobre o está más endeudado? ¿Y si se trata de la moto o del coche, tiene Pedro derecho a quitarle las llaves a Juan y salir acelerando?
Mi impresión es que, en los casos mencionados, todo el mundo está de acuerdo en censurar el comportamiento de Pedro, tipificarlo como robo y exigir la restitución de lo robado. Digamos que, en tales casos, el derecho natural sigue vigente.
Ya con la vejez en perspectiva, contemplo desde las afueras de Madrid el amplio horizonte que cierran las cumbres del Guadarrama y me reconcilio conmigo mismo al pensar que pronto pasaré a formar parte de ese ilimitado reino mineral que se extiende ante mis ojos. La vieja sentencia "memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris" es la jurisprudencia inapelable que me viene entonces a la mente. Incluso, en momentos de especial compenetración y mediante un proceso de mindfulness vibracional, discontinua, magnética y mesmérica, realizo fugaces viajes astrales a ese mundo impasible y profundo y puedo verlo desde dentro. En él prevalece otra forma de eternidad donde todos los afanes de los hombres pierden sentido. En la cronología del reino mineral, lo mismo cuentan tres mil que trescientos mil o tres millones de años.
A escala humana, las pirámides egipcias nos parecen testigos milenarios de épocas pasadas y su perduración nos llena de asombro. En cambio, considerados con distancia mineral, lo mismo cuentan los monumentos erigidos por los faraones que los más modernos rascacielos. Todos ellos sufrirán lentas erosiones, subducciones y metamorfosis geológicas y acabarán dispersos en un manto uniforme e imperturbable de roca y arena. Cuando culmine ese proceso, no quedará ni el más vago recuerdo de lo que fuimos ni nadie para recordarlo y, mucho menos, para juzgarlo. En el reino mineral no caben juicios de valor ni lecciones de historia.
Como ya es tradición, las oleadas de calor estival han activado las consabidas alarmas políticas y mediáticas, cuyo repiqueteo nos persigue día y noche y nos obliga a dedicar —qué menos— algunas cavilaciones al tema. Posiblemente, las dudas que me han asaltado y los cálculos que he hecho estos días caniculares hayan sido ya formulados con mayor conocimiento y profundidad por autores mejor preparados, pero en todo caso allá va mi cuarto a espadas, más que negacionista, dudacionista.
Para centrar la cuestión, recordemos que, desde que acabó la Pequeña Edad del Hielo a mediados del siglo XIX, la temperatura global ha registrado un aumento ligero y sostenido que el IPCC cifra en 1ºC, más o menos. Para unos, ese aumento es fundamentalmente antropogénico (emisiones de CO2) y augura las peores catástrofes. Para otros, se trata básicamente de una evolución debida a causas naturales y en la que el CO2 desempeña un papel menor.