La Sala II de la Cámara de Casación Penal argentina ha concedido el habeas corpus a la orangutana Sandra, que lleva 28 años viviendo en cautividad. La consecuencia inmediata de este habeas corpus, basado en la jurisprudencia internacional de la “persona no humana”, es que Sandra será trasladada a una reserva que, según su equipo de abogados defensores, es un paraíso terrenal para orangutanes.
Las fábulas tradicionales nos han acostumbrado a la recreación de personajes animales que se comportan como humanos: leones con cetro y corona, burros flautistas, perros en animado coloquio, etc. Aquí es al revés: son los humanos los que tratan de pensar y, sobre todo, de sentir como se supone que lo hacen los animales. Yo también he cedido a la tentación y trato de ponerme, a fuer de primate, en el lugar de Sandra.
Personalmente estoy en desacuerdo con esta sentencia porque los jueces no han recabado en ningún momento la opinión de la interesada, la orangutana Sandra, que es lo primero que habrían de hacer, y voy a explicar por qué.
Cuando Alejandro Magno preguntó a Diógenes el Cínico, amigo de los perros, qué podía hacer por él, la respuesta del filósofo pordiosero al hombre más poderoso del mundo fue: “Sólo quiero que te apartes, porque me tapas el sol”. En aquella ocasión, Alejandro preguntó a Diógenes, potencial beneficiario de su liberalidad, y resultó que Diógenes no quería cambiar de estado, a pesar de vivir en la más desnuda indigencia. Lo cual no es excepcional. Todos conocemos casos de gente que se ha enriquecido y, sin embargo, no cambia de casa ni de barrio, por humildes que estos sean.
Sandra bien podría ser del mismo sentir y parecer que Diógenes, y tener más apego a su modo de vida tradicional que a la nueva felicidad oficialmente preparada para ella. Es posible que, si pudiera leerla y entenderla, la sentencia mencionada sería causa de gran disgusto, ansiedad e incertidumbre para Sandra. El jefe de Biología del Zoo de Buenos Aires, donde Sandra reside, así lo cree. Entonces, hasta que Sandra no se exprese libremente, sin coacciones psicológicas ni lavados de cerebro, ningún tribunal debería arrogarse el derecho de pensar o sentir en lugar de ella.
Según los expertos, el fallo abre un futuro esperanzador para los animales privados de libertad en zoológicos, circos, parques acuáticos, centros de experimentación y otros lugares de explotación animal. En realidad, animales que se ganan el sustento con su trabajo, como cualquiera de nosotros, y que, al igual que nosotros, tal vez prefieran la vida civilizada y segura del zoo a la vida impredecible y salvaje de la selva. Cuando aprendan a hablar, lo sabremos.
Otro argumento discutible es del abogado defensor de Sandra. La orangutana, dice el letrado, comparte con los humanos el 96% del código genético. Al parecer, nuestra coincidencia genética con los ratones alcanza un porcentaje similar, y llevamos toda la vida en guerra de exterminio contra ellos sin que ningún tribunal los ampare.
Más coherentes parecen los argumentos relativos a la afectividad de Sandra, porque en el fondo, es de lo que se trata, de un proceso sentimental, una jurisprudencia basada en la emotividad. Sandra es capaz de mostrar gran afecto y eso la convierte, al parecer, en sujeto de pleno de derecho. Pero, precisamente por ello, ¿no estará más a gusto cerca de los cuidadores a los que profesa ese afecto?
Además, el argumento sentimental suena a conveniencia, a egoísmo nuestro, como receptores de esa afectividad. A su manera, las abejas, capaces de trabajar coordinadamente en equipos de varios miles de obreras y realizar asombrosas construcciones geométricas, son tan inteligentes o más que los orangutanes. ¿Es su falta de afectividad y empatía con los humanos motivo suficiente para denegarles el habeas corpus? Según la jurisprudencia recién establecida por la Sala II de la Cámara de Casación Penal argentina, ¿no habría que expulsarlas de sus confortables colmenas artificiales y enviarlas a sobrevivir por su cuenta en el monte, su paraíso natural?
En fin, Sandra, que ya tiene una edad, ¿querrá afrontar los azares de una vejez en libertad, expuesta a una mala caída o las garras de un depredador? ¿No preferirá la tranquilidad de su estanque dorado? Si Sandra tuviera discernimiento suficiente para valorar los elementos de hecho y de derecho de la sentencia que la expulsa de su casa y la arroja a una vida nueva y desconocida para ella, ¿no pensaría que los jueces han perdido el juicio?