Mirando a mi alrededor, observo que, en el tradicional combate entre la fe y la razón, se ha entrometido un nuevo contendiente, que es la emoción, de modo que la razón tiene ahora doble trabajo. O más que doble, porque al menos la fe sigue una trayectoria fija, pero la emoción es caótica e imprevisible.
Tradicionalmente, la fe se ha comportado como una fuerza unitaria y estable que ha permitido desplegar grandes proyectos colectivos y mantener un rumbo invariable. En términos prácticos, la principal ventaja de la fe es que sigue un curso fijo y constante, lo cual mantiene la coherencia y homogeneidad de los proyectos sociales a través de las generaciones. Esto es muy bueno para hacer catedrales, por ejemplo, ya que puedes emprender obras enormes y muy costosas con la seguridad de que los nietos de tus tataranietos las terminarán. Pero también pone de manifiesto la asombrosa capacidad del ser humano para preservar usos, leyes y creencias que no tienen pies ni cabeza. No me refiero a la religión, que es una manera de explicar el mundo y dar sentido a la vida y, sobre todo, de acomodarse con la idea intolerable de la muerte. No es moco de pavo creer a pie juntillas que San Dionisio y otros cefalóforos decapitados caminaron varios kilómetros con la cabeza en la mano: la fe popular se nutre de bellos milagros. Ahora bien, dejando de lado esa bella espiritualidad mitológica, la fe ha generado algunos principios ancestrales que la razón considera disparatados. Por ejemplo, la aceptación transversal y milenaria del régimen nobiliario, es decir, considerar normal que cierto cacique maya o cierto marqués castellano tuvieran un estatus social superior debido a ciertas hazañas bélicas supuestamente perpetradas por cierto antepasado suyo mil años atrás. "Señor Conde, bésoos la vuestra mano porque un vuestro antepasado cortó tres cabezas de moros en la batalla de Guadalacete". Esto nos muestra que la capacidad humana para blandir ideas fijas viene de antiguo.
Viene de antiguo... y no se pasa de moda. En nuestra época, los actos masivos de fe laica suelen pasar desapercibidos porque están miméticamente integrados en el paisaje cotidiano, pero no por ello dejan de ser actos de fe ciega, sin asomo de duda racional. En este blog ya nos hemos referido a algunos de ellos, por desgracia carentes de la sobrecogedora belleza de los antiguos. Por ejemplo, la fe climática, que nos tiene convencidos de que ahora pasamos menos frío en invierno y más calor en verano debido al incremento anual de la temperatura media en algunas milésimas de grado, al margen de la capacidad real de nuestros corpúsculos de Ruffini y de Krause para detectar esa imperceptible diferencia. O la fe igualitaria, que considera normal rebajar el nivel de las pruebas físicas de acceso a los cuerpos policiales para las mujeres y esperar que estas tengan la misma potencia que sus compañeros masculinos para reducir físicamente a los delincuentes. O incluso la fe igualitaria en el oficio más específicamente masculino desde los tiempos de Atapuerca —la guerra—, fe tan sólida y robusta que no ha sufrido menoscabo alguno ante el ejemplo proverbial de lo ocurrido en Ucrania, a saber, que los hombres se quedaron a luchar mientras cuatro millones y medio de mujeres buscaban refugio en los países vecinos. Por lo mismo, también es necesario el más extraordinario acto de fe para admitir que un macho arquetípico de la especie es hembra solo porque él ha dicho que se autopercibe como tal; aunque, en este caso, lo que mueve al ciudadano sumiso es, más que el acto de fe, el auto de fe político que trata de evitar con su disimulo de falso creyente.
Otra gran liturgia de fe laica es la que se celebra en los museos y las salas de arte, donde los fieles deambulan con profundo recogimiento, y que alcanza su paroxismo frente el arte contemporáneo, que obra el milagro de que los creyentes se postren ante un urinario colocado al revés o un mero montón de chatarra o basura. En un plano también estético, pero más informal, se ha creado también una aristocracia de las marcas comerciales basada en la fe: las marcas de lujo suscitan una fascinada adoración que centuplica el precio de un complemento indumentario respecto de otro de idénticas características, pero de etiqueta más plebeya. Los ejemplos podrían multiplicarse: la fe de carbonero posmoderno pone en nuestra vida múltiples e invisibles puntos cardinales.
Por si fuera poco, en nuestro confortable siglo XXI, la razón tiene también que lidiar y perder sus batallas frente al raudal de emociones y sentimientos que anega la vida pública. El progreso técnico ha resuelto los graves problemas existenciales que apremiaban a nuestros antepasados y ha hecho posible el desbordamiento de las emociones fáciles. El buenismo y otros principios emocionales similares son lujos modernos inconcebibles para nuestros abuelos. La izquierda hegemónica los ha adoptado por estrategia; y la derecha inhibida, por el qué dirán. Lo malo es que el mecanismo emocional, una vez que se activa, exige satisfacción inmediata y no mide sus consecuencias a largo plazo. Por ejemplo, en el caso de la inmigración ilegal, todas las barreras legales y físicas y todas las previsiones de futuro ceden ante el empuje de la emoción inmediata. El efecto llamada para los casi 1.500 millones de africanos —cifra que habrá aumentado en otros 1.000 millones para 2050— es una valoración racional que no tiene ninguna posibilidad de prosperar frente a la erupción del volcán sentimental. El esquema se reproduce a un nivel más municipal con el fenómeno de los okupas. Por supuesto, esa solidaridad emocional funciona siempre que inmigrantes y okupas ilegales se hallen lo suficientemente lejos de nuestro círculo de confort. Cuanto más lejos estén de nuestro barrio, mayor y más altiva será nuestra exhibición de buenismo. Una cosa es predicar la filantropía y otra que los recién llegados acampen en tu jardín, que tampoco sería mucho pedir.
Por otra parte, la emoción gana cada vez más terreno en la esfera política. Es mucho más fácil y electoralmente rentable hacer política con emociones que con razones. En política, el sentimentalismo es un mecanismo primitivo y excluyente: o eres uno de los nuestros, amigo fiel y buena gente, o conspiras con los otros, gentuza ruin y lo peor de lo peor. A los amados líderes les resulta mucho más fácil activar esas emociones antagónicas y recurrir a la "futbolización de la política" que entrar en debates técnicos para los que no están preparados. Nosotros somos los buenos; no como ellos, que son canalla. Lo que antes era lucha de clases ahora es lucha de frases. Al final llegamos a la misma conclusión de siempre: aunque no todos los políticos son iguales ni todos exhiben el mismo nivel de demagogia, tenemos los políticos que nos merecemos. Ellos hacen su trabajo, que es ganar elecciones. De nosotros depende que las ganen por su eficiencia como gestores o porque azuzan a la hinchada y no se cansan de repetir las bellas falacias que nos gusta tanto oír.