Elogio de la desigualdad

La historia de la desigualdad empezó hace varios millones de años, cuando ciertos antropoides a los que se remonta nuestro abolengo optaron por bajar de los árboles y caminar erguidos. Como a ras de suelo había peligrosos depredadores que te podían devorar, hubo que organizarse. Evolutivamente, se entiende. Con paciencia milenaria. Las hembras bastante tenían con quedar preñadas, parir, amamantar y criar, así que los machos empezaron a encargarse de la protección del grupo. Ya en esa etapa preliminar quedó claro que los machos eran el sexo barato y prescindible, mientras que las hembras eran el sexo caro, el que aseguraba el futuro de la especie. Si moría un macho, se perdía un único individuo. Si moría una hembra, se perdían además tantos individuos como partos potenciales llevara a término esa hembra a lo largo de su vida fértil, pongamos seis u ocho. El interés de la especie pasaba por que los machos fuesen cada vez más fuertes y agresivos y pudiesen así preservar el mayor número de vidas de hembras y crías frente a los depredadores. Es decir, la supervivencia de la especie dependía de ese dimorfismo sexual y de esa desigualdad radical entre machos y hembras.

Varios millones de años más tarde, ese modelo de supervivencia no había experimentado variaciones sustanciales. Después de haber evolucionado hacia las diversas especies de homínidos que nos precedieron lineal o colateralmente, nuestros antepasados de Altamira seguían, hace apenas 20.000 años (es decir, anteayer en términos evolutivos), sumidos en plena desigualdad como único medio de sobrevivir: los hombres seguían siendo el sexo barato, robusto y agresivo que arriesgaba su vida para defender a las mujeres y los niños frente a otras hordas o grupos competidores por los mismos recursos y en peligrosas partidas de caza. Para comprender cómo era la vida de los cazadores de bisontes de Altamira nos basta con observar cómo sobrevivían sus homólogos del continente americano en la época en que fueron descubiertos por los europeos, y que tan bien conocemos por relatos de primera mano, incluidos los de los propios indios. El guerrero sioux que, en la batalla, servía de escudo a las mujeres y los niños, y que ejercía, para alimentarlos, el peligroso oficio de cazador que desafía a la manada de bisontes en estampida, repetía el único comportamiento ancestral y nada igualitario que permitía sobrevivir a la tribu en su competencia por los escasos recursos frente a las tribus vecinas. Es decir, sus homólogos evolutivos, nuestros ancestros de Altamira, tampoco pudieron, por los motivos expuestos, darse el lujo de establecer la igualdad entre los sexos.

Y llegó el Neolítico, y la horda cazadora y trashumante se hizo agricultora y sedentaria. Engels sitúa aquí el origen de todos los males, es decir, el surgimiento de la propiedad privada y, con ella, la opresión del proletario (la esposa) por el burgués (el marido): el origen de la lucha de clases a escala del microcosmos doméstico. Se equivoca, porque la propiedad privada siempre había existido. Nuestros paleolíticos de América del Norte, tan bien conocidos y documentados, tenían un alto sentido de la propiedad privada, expresada sobre todo en la principal y más valiosa moneda de cambio: el caballo introducido por los europeos. El cheyenne más rico era el que poseía más caballos, que lo mismo servían para adquirir armas que para dotar a las hijas casaderas.

Llegan pues, con el Neolítico, los asentamientos estables, las aldeas y las ciudades. Y los conflictos entre ellas. Que si una linde, que si una frontera... Allá van nuestros intrépidos varones a dirimir el conflicto, mientras sus esposas e hijos quedan al abrigo de las primeras precarias empalizadas y tapias, como las que hemos conocido en un estadio de desarrollo similar en el África de Livingstone y Stanley. Tampoco entonces la igualdad parece posible: las mujeres no tienen mucho interés en recibir lanzadas y flechazos; bastante trabajo tienen con sus embarazos y sacar a flote a la inexcusable prole.

Poco a poco, las aldeas y ciudades prosperan, las tapias se convierten en murallas, y empiezan a surgir estados e imperios que hay que proteger. Los romanos, por ejemplo, estaban sujetos a 16 años de servicio militar obligatorio, y gracias a sus campañas, las romanas podían vivir cada vez más confortablemente, servidas por esclavos que se encargan de todos los trabajos penosos, desde la agricultura hasta la construcción de sus mansiones. Naturalmente, las romanas preferían quedarse detrás de las murallas, sin necesidad de exponerse estúpidamente, como sus maridos, a que una flecha les atravesase un muslo o una pedrada de honda las dejase tuertas. Aparte de que tenían el suficiente buen sentido para comprender que esa tarea la realizaban ellos mucho más eficazmente. Total, que tampoco en la civilización romana fue posible la completa igualdad.

En cambio, en los confines del imperio, sus rivales, las mujeres germanas, optaban por acompañar a sus maridos al campo de batalla, según nos cuenta Tácito. Pero, aun siendo bárbaras, las germanas no eran tontas, así que cedían la primera línea de batalla a sus maridos y ellas se quedaban a prudente distancia con los niños, animando a los combatientes con sus gritos. Y era tal la vergüenza que sentían los germanos de cobardear delante de sus esposas, y tal la angustia que los inundaba al pensar que si ellos eran derrotados, ellas serían esclavizadas, que la presencia de las mujeres germanas resultó la estrategia de combate más eficaz. No exactamente igualitaria, pero eficaz. Como además de animar a sus maridos, las germanas comprendieron que la maternidad era la aportación más decisiva que podían hacer a su pueblo, al contrario que las romanas, que en el ocaso del imperio evitaban los embarazos por todos los medios y provocaban la penuria hominum de que se quejaban los últimos emperadores, los bárbaros acabaron ganando la partida. No la partida de la igualdad, obviamente, pero sí la partida de la Historia.

A lo largo de toda la Edad Media, Europa tuvo que resistir la incesante acometida del Islam que, desde Oriente, acabó superando la barrera de las Cruzadas, tomó Constantinopla y llegó a las puertas de Viena; y desde Occidente, sin la providencial batalla de Poitiers (732) y la posterior Reconquista española, se habría adueñado del continente europeo. Si el feminismo hubiera hecho acto de presencia entonces, y las mujeres europeas hubieran dejado su función crucial de madres para copiar los roles masculinos y disfrazarse de feroces guerreros, dejando a sus maridos al cuidado del hogar, Europa, y su prematuro feminismo, habrían sido barridos doblemente: en el campo de batalla y en el campo demográfico. No olvidemos que, a mediados del siglo XIV, la peste negra acabó con casi la mitad de la población europea en unos pocos años.

Sin la desigualdad tampoco habría sido posible la revolución industrial que sentó las bases de nuestro bienestar actual. No habrían sido posibles las grandes explotaciones mineras, la siderurgia, la construcción de infraestructuras, túneles, puentes, astilleros... Los atavismos masculinos de la agresividad, la temeridad, la afición al riesgo son fruto de una larga decantación evolutiva, aunque hoy abominemos de ellos por considerarlos ya innecesarios. Gran paradoja de la modernidad: mientras tratamos de preservar a toda costa la biodiversidad en la naturaleza, renegamos de la biodiversidad sexual en nuestra especie. A menos que, inopinadamente, haya que echar mano de ella. Por ejemplo, si se hunde el Titanic. Entonces se impone nuestro código ancestral: las mujeres y los niños, primero. El Titanic no se hunde todos los días, pero no olvidéis que el 95% de las víctimas mortales de accidentes laborales son hombres y que, sin duda, su sacrificio no es inútil. Y que sólo esa mayor predisposición al riesgo ha hecho posible la innovación, sea para descubrir América o para defender el heliocentrismo hasta acabar en la hoguera.

Como hemos visto, en todo ese recorrido milenario iniciado por los primeros antropoides bípedos, la igualdad fue incompatible, no sólo con el progreso material, sino con la simple supervivencia. El arrojo físico y la temeridad fueron cosa de hombres, en el campo de batalla, en las frágiles embarcaciones o en las profundas minas. Y la arriesgada maternidad fue la aportación crucial de la mujer. Sin esa especialización desigual, seguiríamos en nuestro limbo arborícola. El experimento sociológico de la igualdad es un lujo reciente que nos podemos permitir tras la revolución tecnológica (incluidos antibióticos, vacunas y anticonceptivos) y la gran expansión del sector de los servicios. Aun así, dado el sesgo antifamiliar del feminismo, están por ver sus resultados históricos a largo plazo. El malhadado Gadaffi se congratulaba porque Europa acabaría siendo islámica sin necesidad de librar ningún combate, por la simple inercia demográfica de las comunidades cristiana y musulmana. Los profetas no siempre aciertan, pero no es descabellado predecir que el desenlace último del proceso igualitario bien puede ser una Europa islámica donde no haya sitio para el igualitarismo feminista y, menos aún, para el igualismo de género.

En conclusión, nunca ha existido nada que pueda llamarse "opresión heteropatriarcal", como dicen las fanáticas feministas y los no menos fanáticos feministos. Lo que ha habido es el único reparto de roles capaz de asegurar la supervivencia del grupo, en el cual, cada sexo actuaba en consecuencia con su especialización evolutiva y aportaba lo que era más útil para esa supervivencia. Durante milenios, y hasta la aparición del feminismo y su androfobia, los valores más específicamente masculinos gozaron de aceptación y reconocimiento social, porque, como hemos visto, fueron indispensables para la supervivencia del grupo, la tribu o la nación. Al igual que gozaron de esa estima los valores más específicamente femeninos, y por las mismas razones de estricta necesidad histórica.

"La violencia está en el ADN de la masculinidad", dice la alcaldesa de Madrid, renegando de golpe de la mitad de nuestra especie. ¿Y por qué cree que la naturaleza depuró ese ADN a lo largo de miles de años? ¿Acaso para dar un pretexto a las feministas? Es muy fácil ahora, desde la comodidad de un despacho con calefacción, sentarse en un cómodo sillón, teniendo cerca un higiénico cuarto baño y dos pisos más abajo un supermercado bien abastecido, por mencionar solo algunas necesidades básicas, y olvidar que hubo un tiempo en que la calefacción era una hoguera al arrimo de un peñasco; la comida, el rebaño de bisontes que cruzaba la llanura al galope; y el retrete, los matorrales donde una serpiente podía clavarte los dientes en el culo. No es casual que las feministas hayan hecho acto de aparición en la sociedad del bienestar, la opulencia y la vida resuelta. Antes hubiera sido imposible y, sobre todo, suicida. Ahora tal vez solo lo segundo.

"El futuro será femenino o no será" es uno de los eslóganes inapelables del feminismo. Lo primero ya está conseguido. El mundo ya es femenino. Los valores en boga son femeninos. Lo masculino se desprecia. Pero también cabe reformular la frase de otro modo: el futuro será femenino... y no será. Es decir, primero será femenino y después no será. Para ello basta con que, mientras nuestra sociedad feminista renuncia a la mitad -masculina- de sus valores, otras sociedades no lo hagan.



Apoyo gráfico


En las Grandes Llanuras

indios cazando

Indios desiguales ejerciendo las prerrogativas masculinas de la caza, incluido el riesgo de estampida y muerte por cornada o aplastamiento ("Caza de bisontes con piel de lobo" (1832), de George Catlin)


Huelga feminista

huelga

Imágenes de la huelga feminista del 8 de marzo de 2018, ilustrativas del tradicional privilegio masculino de cavar zanjas y adoquinar calles que las manifestantes, uy perdón, que las manifestantas reclaman para ellas, obviamente.



Textos y comentarios


Sobre los antiguos germanos

"Y al entrar en la batalla tienen cerca sus prendas más queridas, para que puedan oír los alaridos de las mujeres y los gritos de los niños: y estos son los fieles testigos de sus hechos, y los que más los alaban y engrandecen. [...]

De manera que algunas veces, según ellos cuentan, han restaurado las mujeres batallas ya casi perdidas, haciendo volver los escuadrones que se inclinaban a huir, con la constancia de sus ruegos, y con ponerles delante los pechos, y representarles el cercano cautiverio que de esto se seguiría, el cual temen mucho más impacientemente por causa de ellas: tanto, que se puede tener mayor confianza de las ciudades que entre sus rehenes dan algunas doncellas nobles. Porque aún se persuaden que hay en ellas un no sé qué de santidad y prudencia, y por esto no menosprecian sus consejos, ni estiman en poco sus respuestas. [...]

Tiénese por gran pecado entre ellos dejar de engendrar y contentarse con cierto número de hijos o matar alguno de ellos. Y pueden allí más las buenas costumbres que en otra parte las buenas leyes." (Cornelio Tácito: Del origen y del Territorio de los Germanos, cap. VII, VIII y XIX)



Añadiduras


Un año más, 8 de marzo

En el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que conmemora la muerte de 146 mujeres en el incendio de la fábrica textil Triangle Shirtwaist de Nueva York en 1911, quiero rendir también mi particular homenaje a los varones muertos en accidentes laborales, por ejemplo los mineros fallecidos en las catástrofes de Courrières (Francia, 1906), con 1.099 muertos; Monongah (Estados Unidos, 1907), con 362 muertos; Senghenydd (Reino Unido, 1913), con 440 muertos; Mitsubishi Hojyo (Japón, 1914), con 687 muertos; Benxihu (China, 1942), con 1.549 muertos; El Teniente (Chile, 1945), con 355 muertos; Soma (Turquía, 2014), con 301 muertos...

Aprovecho también la efemérides para recordar a las víctimas de accidentes laborales España, según cifras oficiales del Ministerio de Empleo y Seguridad Social:
461 varones y 23 mujeres en 2017; 484 varones y 31 mujeres en 2016; 598 hombres y 34 mujeres en 2009; 1002 varones y 63 mujeres en 2008; 1079 varones y 88 mujeres en 2007; 1070 varones y 31 mujeres en 2002; 1003 varones y 27 mujeres en 2001; 1102 varones y 34 mujeres en 2000; 1078 varones y 26 mujeres en 1999...

Si la distribución por sexos fuera al revés, el negocio del victimismo funcionaría a pleno rendimiento: días internacionales, manifestaciones, leyes, asociaciones, subvenciones, partidas presupuestarias, todo sería poco para erradicar la lacra. ¡Qué consumada farsa, el feminismo!


Carmena: "La violencia está en el ADN de la masculinidad"

La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, sigue criminalizando a los hombres por el hecho de serlo y ha asegurado que “la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad”, con un gen de la violencia que “ha dominado el mundo”.

En este sentido, ha declarado que “el mundo necesita la cultura de las mujeres” y que cuando se habla de igualdad “no quieren los patrones masculinos porque tenemos nuestra forma de ser”, ha añadido. (La Gaceta , 6 de marzo de 2018)

La realidad ha tardado poco en poner delante del espejo a la alcaldesa de Madrid y sus declaraciones contra el gen masculino de la violencia.

Hace unos días, un guardia civil perdió la vida tratando de salvar a dos personas en un río, tras arrojarse al agua con el uniforme puesto y sin pensárselo dos veces. Hoy ha muerto un gendarme francés que se ofreció como rehén a un terrorista a cambio de que este liberase a otros rehenes.

Alguien debería explicarle a la alcaldesa de Madrid que eso que ella llama el "gen de la violencia", y cuya traducción políticamente incorrecta sería "echarle huevos" a la vida, funciona en las dos direcciones, y lo mismo sirve para hacer héroes que villanos. Por fortuna, los primeros en mayor número que los segundos.