Ya con la vejez en perspectiva, contemplo desde las afueras de Madrid el amplio horizonte que cierran las cumbres del Guadarrama y me reconcilio conmigo mismo al pensar que pronto pasaré a formar parte de ese ilimitado reino mineral que se extiende ante mis ojos. La vieja sentencia "memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris" es la jurisprudencia inapelable que me viene entonces a la mente. Incluso, en momentos de especial compenetración y mediante un proceso de mindfulness vibracional, discontinua, magnética y mesmérica, realizo fugaces viajes astrales a ese mundo impasible y profundo y puedo verlo desde dentro. En él prevalece otra forma de eternidad donde todos los afanes de los hombres pierden sentido. En la cronología del reino mineral, lo mismo cuentan tres mil que trescientos mil o tres millones de años.
A escala humana, las pirámides egipcias nos parecen testigos milenarios de épocas pasadas y su perduración nos llena de asombro. En cambio, considerados con distancia mineral, lo mismo cuentan los monumentos erigidos por los faraones que los más modernos rascacielos. Todos ellos sufrirán lentas erosiones, subducciones y metamorfosis geológicas y acabarán dispersos en un manto uniforme e imperturbable de roca y arena. Cuando culmine ese proceso, no quedará ni el más vago recuerdo de lo que fuimos ni nadie para recordarlo y, mucho menos, para juzgarlo. En el reino mineral no caben juicios de valor ni lecciones de historia.