"Cosette y Marius cayeron de rodillas, inundando de lágrimas las manos de Jean Valjean; manos augustas, pero que ya no se movían... Estaba muerto. Era una noche profundamente oscura; no había una estrella en el cielo. Sin duda, en la sombra, un ángel inmenso, de pie y con las alas desplegadas, esperaba su alma."
Con estas palabras se cierra el relato de Los Miserables, de Victor Hugo. Un monumento literario construido, de la base a la cima, con las más intensas preocupaciones sociales. Una mirada de infinita piedad hacia el destino de los desfavorecidos. Y una verdadera catedral de pensamientos profundamente cristianos, donde el proscrito Jean Valjean, con tantos motivos para dejarse arrastrar hacia el rencor y el odio, elige el camino cristiano de la abnegación absoluta y opta por hacer el bien sin mirar a quién, incluso a sus enemigos más encarnizados.
Supongo que, al leer una obra como Los Miserables, amplios sectores de nuestro abanico sociopolítico, que hacen a la vez gala de hondo compromiso social y de radical cristianofobia, sentirán desasosiego y perplejidad. No es para menos. Si, además, son sinceros consigo mismos y tienen algunos conocimientos de Historia, reconocerán que el retrato que hace Victor Hugo del cristianismo es bastante fiel. Para ello tienen que despojarse, antes que nada, de esa arraigada manía de juzgar el pasado con los valores del presente, que es la forma más segura de emitir juicios históricos falsos. Si juzgan cada época en su contexto histórico, por fuerza habrán de reconocer que el cristianismo introdujo y mantuvo valores sociales que no existían antes de él ni, durante muchos siglos, existieron fuera de él.
Además de ser ateo, yo podría ser un poco pagano si hubiera nacido antes, ya que admiro muchos valores de la Antigüedad. En la pugna que se libró en los primeros tiempos de nuestra Era entre el cristianismo creciente y el paganismo menguante, probablemente habría estado en el bando pagano. Comprendo a Tácito, romano culto que consideraba abominables las nuevas supercherías orientales. Comparto el entusiasmo frustrado de Juliano por la racionalidad grecolatina frente al primitivismo cristiano. Pero debo admitir que el cristianismo introdujo en la cultura heredada de Roma principios y valores de los que también nuestra izquierda podrá, con pequeñas salvedades, reconocerse heredera: la abolición de la esclavitud, el enaltecimiento de los pobres, el respeto por la vida humana y la prohibición de los espectáculos sangrientos, la igualdad de todos ante la ley más temida e inapelable (la divina), el acceso de los humildes a las más altas jerarquías eclesiásticas (que es tanto como decir políticas y sociales) asistidos únicamente por su talento y su virtud, etc.
El Cristianismo dio respuesta, como ninguna otra religión, a los grandes interrogantes que obsesionaron al ser humano durante milenios. La ciencia moderna es nuestra forma de explicar el mundo, desde el átomo hasta el conglomerado de galaxias que llamamos Universo. Pero, cuando la ciencia era más rudimentaria, las explicaciones eran menos tecnológicas y más imaginativas. Los romanos estaban constantemente atentos a los augurios, que eran avisos de los dioses. Los muertos debían partir hacia el Averno con su moneda en la boca, no fuera que Caronte se negase a llevarlos en su barca si no pagaban el pasaje. El estornudo, entre los griegos, podía ser una oportuna señal aprobatoria de los dioses. Sin la intervención de las divinidades, habrían sido demasiados los misterios no resueltos y las preguntas sin respuesta. La vida sobrenatural daba sentido y dignidad a la vida terrena. El Cristianismo orientó y encauzó la vida de la humanidad precientífica y puso ante los hombres un futuro lleno de esperanzas y promesas. A efectos históricos, lo de menos es que ahora consideremos falsas esas promesas. Ellos hicieron la luz con el material que tenían a su alcance. Y la civilización cristiana avanzó como ninguna otra gracias al magnetismo de esa luz y de ese horizonte inmortal.
No sé qué verá un cristianófobo cuando visita una iglesia medieval. Tal vez solo la iconografía que da expresión a una sarta de supercherías. Yo suelo entrar en las iglesias siempre que tengo ocasión. Por suerte, a pesar de ser ateo sin remedio desde mi primera juventud, fui educado en los valores del Cristianismo y comprendo el simbolismo y la razón de ser de casi todo lo que puede verse en una iglesia medieval o barroca. Y lo que veo en esa iglesia es un gran marco de autenticidad. El compendio del sistema de valores de una civilización. Lo que la gente creía, lo que daba razón de ser a sus vidas. El orden de todas las cosas. Creyentes o no, somos herederos de ese sistema de valores incomparable y hemos llegado hasta aquí gracias a él. Por eso, debemos ser humildes al mirar hacia atrás, sin incurrir en la pendantería de creernos superiores por vivir en una sociedad más avanzada tecnológicamente. No debemos actuar como el hijo de campesinos que ha sacado una carrera y se avergüenza de la rusticidad de los padres que se han privado de todo para que su hijo pueda estudiar. Y quién sabe. Tal vez las generaciones futuras consideren a su vez disparatadas nuestras más solemnes certezas actuales.
Estoy a favor de la laicidad, y sería el primero en detestar cualquier imposición religiosa. Pero no pierdo de vista nuestro origen y la evolución que ha culminado en nuestro actual sistema de valores. Dentro de la sociedad a la que pertenezco, no puedo reclamar el mismo trato ni la misma jerarquía para todas las religiones. En el sistema de enseñanza, por ejemplo. No se trata de preservar la fe cristiana, sino la fe en la civilización cristiana. De todas las formas de suicidio, la más segura es la que deja que se sequen las propias raíces y abona y riega el terreno para que otras religiones echen las suyas. Curiosamente, los sectores sociales que mayor uso hacen de las libertades que ofrece nuestra civilización son los más encarnizados cristianófobos y los más complacientes islamófilos. Es decir, si de repente se trocase la relación de mayorías entre ambas religiones, serían esos sectores los primeros y más radicalmente excluidos del nuevo orden social. Sin embargo, ahí los tenemos, haciendo causa común antioccidental con sus potenciales represores.
El Cristianismo también desarrolló su particular cosmogonía, que ha impregnado todas nuestras manifestaciones culturales durante dos milenios. Sin conocer esa cosmogonía, no sólo es imposible entender la Divina Comedia, sino también los sonetos de Lope de Vega o las novelas de Galdós. La historia del arte medieval y moderno es casi toda ella expresión de conceptos cristianos. Por eso, el Cristianismo debería preservarse en las aulas, si no como religión, al menos como mitología. No sólo para que nuestros bachilleres puedan captar algún atisbo argumental en las representaciones de la Capilla Sixtina o en los pórticos de las catedrales góticas, sino para que entiendan las alusiones más elementales de nuestra literatura clásica. Por ejemplo, para que perciban y sientan el sobrecogedor simbolismo del inmenso angel que aguarda en la oscuridad el alma de Jean Valjean.