En mi época de estudiante (y ávido lector de poesía) asistí con encomiable perseverancia a numerosas veladas líricas y florales —organizadas por poetas e intelectuales entonces renombrados y hoy olvidados— de las que siempre salí con la impresión de haber asistido a una actividad más ritual que cultural. En la ceremonia solían participar unos oficiantes que recitaban de la forma más amanerada y antinatural posible versos propios o ajenos ante un auditorio adepto e incondicional. Cuando ponían sus torpes manos sobre los clásicos, los recitantes solían hacer parones y emprender carrerillas que desvirtuaban por completo la métrica y la rima y convertían un soneto en mera prosa prosaica, fechoría que, perpetrada con el suficiente desparpajo, tenía un efecto de éxtasis litúrgico en los asistentes. El mismo fenómeno descubrí en las exposiciones de arte a las que acudí lleno de curiosidad en mi temprana juventud y en las que solía concluir que, si los cuadros se hubieran colgado boca abajo, nadie se habría percatado de ello. Por esa época leí también El retablo de las maravillas cervantino y El traje nuevo del emperador anderseniano, que tanto me ayudaron a comprender la naturaleza humana.