En mi época de estudiante (y ávido lector de poesía) asistí con encomiable perseverancia a numerosas veladas líricas y florales —organizadas por poetas e intelectuales entonces renombrados y hoy olvidados— de las que siempre salí con la impresión de haber asistido a una actividad más ritual que cultural. En la ceremonia solían participar unos oficiantes que recitaban de la forma más amanerada y antinatural posible versos propios o ajenos ante un auditorio adepto e incondicional. Cuando ponían sus torpes manos sobre los clásicos, estos rapsodas que digo solían hacer parones y emprender carrerillas que desvirtuaban por completo la métrica y la rima y convertían un soneto en mera prosa prosaica, fechoría que, perpetrada con el suficiente desparpajo, tenía un efecto de éxtasis litúrgico en los asistentes. El mismo fenómeno descubrí en las exposiciones de arte a las que acudí lleno de curiosidad en mi temprana juventud y en las que solía concluir que, si los cuadros se hubieran colgado boca abajo, nadie se habría percatado de ello. Por esa época leí también El retablo de las maravillas cervantino y El traje nuevo del emperador anderseniano, que tanto me ayudaron a comprender la naturaleza humana.
Gracias a esos antecedentes, el apoteósico recibimiento dispensado al cuadro Guernica de Picasso al llegar a España en 1981 no me pilló desprevenido. Perdón por la irreverencia, pero ese cuadro me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, el ejemplo más paradigmático del autoengaño colectivo que sustenta la mayor parte del arte contemporáneo. Me explico: el Guernica es un mito de la pintura universal gracias a su título, con total independencia de sus méritos pictóricos o plásticos, sean muchos o pocos, e incluso al margen de su contenido conceptual. Por supuesto, la forja de esa leyenda es también mérito de los críticos de arte, incansable brújula y faro de mentes a la deriva.
La noticia del bombardeo de Guernica apareció en la prensa francesa el 28 de abril de 1937, y el 4 de junio de ese año el cuadro estaba acabado y listo para su traslado a la Exposición Internacional de París. Algunos autores han explicado cómo el cuadro, pintado en apenas un mes, se hizo precipitadamente a partir de los bocetos inicialmente destinados a representar la cogida del torero Ignacio Sánchez Mejías. Otros han señalado que el cuadro abordaba algunos de los temas taurinos recurrentes de Picasso, y que el título se puso con criterios estrictamente oportunistas y por sugerencia de ciertos funcionarios y embajadores cuando el cuadro ya estaba colgado en la Exposición. En cualquier caso, el tema predominante en el cuadro es la tauromaquia, no los bombardeos. Y hay buenas razones para pensar que si el cuadro se hubiera titulado, por ejemplo, Muerte de un torero, habría sido uno más en el repertorio picassiano y nunca habría adquirido el renombre universal que tiene. Más aún, si el título del cuadro hubiera sido Cabra (ciudad también bombardeada, en este caso por la aviación republicana), sería un cuadro secundario y olvidado, aunque no se hubiera cambiado ninguno de sus elementos pictóricos. Guernica, bajo aviones nazis, es un tema ejemplarizante y grandioso. Cabra, bajo aviones comunistas, habría sido un tema incómodo y prescindible. Aun cuando los componentes estéticos del cuadro se hubieran mantenido intactos, el título habría sido decisivo para enviarlo al olimpo o al averno.
No se trata de poner en un platillo de la balanza los bombardeos nazis y en otro los comunistas, ni de establecer comparaciones morales. Se trata de considerar únicamente los elementos que hay dentro del cuadro y dejar al margen todas las connotaciones ideológicas. Tampoco entro a valorar lo que apenas entiendo, es decir, el contenido puramente pictórico del lienzo. Pero insisto en recordar que su prestigio universal no obedece a criterios artísticos, por más que los expertos hagan alarde de imaginación para descubrir en él los simbolismos que justifican a posteriori el título. Su prestigio universal de debe estrictamente a factores políticos externos. Su épica es propaganda, espejismo, ilusión... Precisamente, la exposición inaugural del Guernica coincidió con el estreno, también en París, de la película de Jean Renoir La gran ilusión, título que habría venido de perlas como apostilla para el cuadro picassiano.
Para terminar, rescato de mi memoria unas redondillas que hice cuando llegó el Guernica a España, aunque reconozco que he tenido que subsanar algunos fallos de la memoria y recomponerlas un poco, como seguramente hizo Picasso con sus arrumbados bocetos tauromáquicos:
El periódico lo explica
en un amplio reportaje:
al cabo de un largo viaje,
ya está en Madrid el Guernica.
Como un rollo de papiro,
envuelto con todo esmero,
lo trajo Iñigo Cavero
al Casón del Buen Retiro.
Y allí está en aquellas salas
—día y noche acompañado
de un guadia civil armado—
tras un cristal antibalas.
La cosa no es para menos,
el público acude en masa:
ha dicho la tele en casa
que este cuadro es de los buenos.
Y aunque no hay en esta tela
otro asunto que el toreo,
y nada de bombardeo
ni cosa que a guerra huela,
un pacifista mensaje
ven los ojos del experto;
los del niño, un diestro muerto
y un emperador sin traje.