El título de este artículo —paráfrasis de la célebre divisa de César Borgia “Aut Caesar, aut nihil”, tomada a su vez del episodio del paso del Rubicón por Julio César, cuando sus tropas expresaron su disposición a perecer o triunfar con él mediante el grito “O César, o nada”— se refiere, naturalmente, al futuro de Europa. "Aut unum, aut nihil": o la unidad, o la nada. El lema puede parecer exagerado si pensamos en el mañana inmediato, como solemos, pero no tanto si miramos por encima del horizonte de dos o tres generaciones.
Los europeos hemos llegado a un momento histórico en el que, si queremos seguir ocupando un lugar de referencia política, económica y cultural en un mundo cada vez más orientado hacia los grandes bloques regionales, debemos ensanchar nuestros horizontes locales y reforzar la unidad. Mientras Europa siga siendo un puzzle, seguirá siendo frágil. La primera crisis económica grave ha puesto de manifiesto la endeblez del proyecto común. Sin embargo, somos muchos los que creemos más que nunca en la necesidad de una Europa fuerte y unida, en la refundación de una gran entidad política y económica capaz de defender con energía su gran patrimonio moral. Y también los que creemos en la obligación colectiva de preservar ese legado incomparable y transmitirlo, a ser posible mejorado, a las generaciones futuras de europeos.
"Aut unum, aut nihil"… Tengo cierta afición a la Historia y, casi involuntariamente, trato de ver las cosas con la mirada del historiador, es decir, desde fuera, desde el futuro. Creo, con Arnold Toynbee, que las civilizaciones mueren por suicidio, no por homicidio. Y el viejo continente se halla en un arriesgado momento histórico, dislocado básicamente por tres empujes: el de la unidad pusilánime, asustadiza y políticamente correcta que ha prevalecido hasta ahora; el de la disgregación nacionalista, viejo fantasma revitalizado y amenazante; y el de la integración sin complejos ni medias tintas, enfoque por desgracia minoritario. El futuro es insondable, pero la pulsión suicida me parece más perceptible en los dos primeros derroteros, aunque no todo en ellos sea negativo. El tercer empuje debería, a mi entender, aunar la idea solidaria del primero y la fe en los propios valores del segundo. Los desafíos a los que se enfrenta Europa a largo plazo requieren fortaleza, unidad y realismo.
Entre nuestros peores enemigos destacan nuestro voluntarismo infantil, que nos lleva a creer que el futuro será bello por el simple hecho de desearlo intensamente; los nacionalismos irredentos, que reaparecen como las cabezas de la hidra; las cunas vacías, funesta herencia del feminismo; el relativismo, poderoso desincentivo cultural y moral; el buenismo, siempre dispuesto a creer en la condición angelical del enemigo; la inmigración, ese incontenible desbordamiento demográfico que nos rodea; y el envejecimiento, antesala inevitable de la muerte. Por si fueran pocas esas espadas de Damocles que penden sobre nuestras cabezas, también somos derrotistas, pacifistas, animalistas, ecocentristas, nihilistas y políticamente correctos, y tenemos propensión a pensar que Europa será eternamente Disneylandia.
Coincido con los europeístas más conspicuos en la necesidad de profundizar en la unidad y el federalismo. Pero no comparto en la misma medida su entusiasmo por una Europa heterogénea y multicultural, en particular en la medida en que esas palabras sean eufemismos para designar la autoexclusión y el antieuropeísmo. Creo en una Europa rica y diversa, pero, por encima de todo, una Europa unida, fuerte e integradora, con conciencia de organismo único y poderosos anticuerpos que velen por su salud histórica. Una Europa con una solidaridad interna sin fisuras, un sistema de defensa autosuficiente, una política de inmigración realista y una fe redoblada en sus valores. Una Europa del bienestar, de la solidaridad, de la cultura y de los derechos humanos, pero también segura de sí misma y decidida a preservar su identidad. Y una Europa que, siendo el vecino rico de tantos pobres y el rompeolas natural de las altas tasas africanas de natalidad y desempleo, se vuelque en el desarrollo y la “europeización” del África subsahariana.
Los reinos de taifas están condenados a desaparecer ante un empuje externo como el que amenaza a Europa. En África hay 1.200 millones de personas que, según las proyecciones demográficas, serán exactamente el doble dentro de 35 años. Si no podemos ya absorber los actuales flujos migratorios, ¿qué ocurrirá durante los próximos decenios, a medida que la onda expansiva demográfica africana multiplique su potencia? ¿Y qué papel reserva la historia a los más de 50 millones de musulmanes establecidos actualmente en Europa y cuyas tasas de natalidad son tres veces superiores a las europeas autóctonas? ¡Es la demografía, estúpidos!, como advirtió Mark Steyn hace ya bastantes años.
Quienes ven en otros países europeos a sus rivales padecen miopía, cortedad de vista. No hablemos ya de los nacionalismos internos, eso raya en la ceguera. Con nuestra demografía anémica y nuestro pulso político inaudible somos un palacio de cristal resplandeciente, pero extremadamente frágil. Algunos decenios más de raquitismo demográfico y puertas abiertas, y Europa empezará a ser otra cosa, tal vez Euráfrica, tal vez Eurabia, tal vez una mezcla multicultural incluso más variopinta. Aun cuando la caída del ex imperio se produzca sin convulsiones ni cataclismos, sin Alaricos ni Atilas, la Europa que conocemos desaparecerá, anegada bajo otra realidad cultural. Algo que nuestros intelectuales políticamente correctos, desde la cátedra o desde la barra del bar, consideran muy saludable porque nos librará del denostado capitalismo y, sobre todo, porque ellos -calculan- habrán desaparecido antes, así que, ¿dónde está el problema?
No deberíamos malgastar el poco tiempo que nos queda en los habituales recelos protocolarios (que si Alemania manda mucho, que si Francia pierde soberanía…), sino en soldar nuestra unidad y, si aún somos moral y demográficamente capaces, preservar nuestro futuro y, con ello, mejorar el de otras regiones. Porque, contrariamente a nuestros complejos de culpa colonial, el mundo, y en particular el tercer mundo, siempre estará mejor con Europa que sin ella.