Los atentados perpetrados el 17 de agosto de 2017 en Barcelona han dejado casi dos decenas de muertos y más de cien heridos. En su reacción de condena, la prensa políticamente correcta (es decir, casi toda ella) ha evitado cuidadosamente el uso del vocablo "islamistas" al referirse a los autores de la masacre. Ya se sabe: para no generalizar, para no ofender...
Ha habido incluso conspicuos opinadores que han escrito su columna en defensa del Islam como religión de paz y tratando a toda costa de desvincular la acción de los terroristas del credo islámico que los inspiraba, con el imán de Ripoll a la cabeza. Otros, movidos por su visceral rencor anticapitalista, no han ocultado su condición de quinta columna y ariete interno del Islam y de cualquier ideario o credo que trate de destruir la civilización cristiana occidental, y han culpado directamente de la masacre al capitalismo y al liberalismo, es decir, a los mayores espacios de libertad nunca conocidos y que ellos consideran "fascistas" (autoproclamándose de paso, y con tan fácil expediente, luchadores "antifascistas"). Incluso, en algunos actos en honor de las víctimas, se han hecho también extensivas las condolencias hacia "los chicos de Cambrills", o sea, hacia los propios terroristas.
En definitiva, mientras el terrorismo atacaba, en nombre del Islam, a la civilización cristiana occidental por el hecho de serlo, es decir, por su condición de "infiel" o no islámica, nuestros políticos y periodistas ponían todo el empeño posible en "desislamizar" los atentados y alimentar la ilusión de la alianza de civilizaciones y la convivencia fraternal de "moros y cristianos", si me permite utilizar esta irreverente expresión.
Diez días más tarde se celebró en Barcelona una gran manifestación en respuesta a los atentados. Un montañero barcelonés que hubiese pasado quince días en los Pirineos sin teléfono móvil -como se practicaba el montañismo hace 20 años- y que volviese a casa totalmente ignorante del atentado perpetrado en Las Ramblas de Barcelona y se topase a su llegada con esa gran manifestación, habría pensado que se trataba básicamente de una manifestación a favor de la paz, o tal vez a favor del islam y, en todo caso, contra la islamofobia. En modo alguno contra unos asesinatos cometidos por fanáticos islamistas por motivos religiosos.
Por supuesto, también habría percibido el inevitable encono antiespañolista, pero aquí no quiero hablar de política, sino de historia. No niego que el supremacismo egoísta e insolidario de las regiones más ricas de Europa respecto de las más pobres no facilite también el objetivo yihadista de destruir nuestra civilización, pero el proceso de debilitamiento terminal de Europa se desarrolla a un nivel más endémico y difícil de atajar.
En los lugares más prominentes de la manifestación de Barcelona, en el escenario desde el que se leyeron los comunicados, en las fotos de los manifestantes con las autoridades, aparecía como protagonista de primer orden el símbolo más poderoso del Islam: el velo de sus mujeres.
Cuando nuestros expertos de Occidente hablaban hace unos años de "primavera árabe" lo hacían pensando en términos políticos, es decir, en términos de democratización de la vida política, abrigando la esperanza de que los alborotos de las plazas egipcias condujesen a la democratización de las instituciones, medida con arreglo a nuestros patrones, que tal vez los egipcios y tunecinos que protagonizaron esa "primavera" no consideren tan excelentes, y no les faltará razón para ello. Tanto la "primavera árabe" como las revueltas de Libia instigadas desde Occidente dieron un resultado contrario al esperado: no llegó la democracia, pero, en cambio, se afianzó el integrismo islámico. Lo cual es una pésima noticia para la sociedad occidental y sus valores, que son el enemigo natural de ese integrismo.
Por mi parte, empezaré a entrever una "primavera árabe" cuando comiencen a desaparecer los velos, hiyabs, niqabs, burqas y demás modalidades de blindaje femenino. Cuando las calles y las playas iraníes vuelvan a tener el aspecto que tenían en los tiempos del Sha de Persia, con sus aulas mixtas y sus universitarias en minifalda; en los tiempos en que los gobernantes de Turquía, Irán, Egipto o Túnez tenían como objetivo modernizar a sus países, empezando por la occidentalización de sus formas de vida... y vestido.
Eso fue antes de la gran involución propiciada por la revolución iraní de 1979, que la progresía de Occidente, con su ceguera congénita o deliberada para las cuestiones islámicas, saludó también con alborozo. A partir de entonces, los caminos de Occidente y del Islam empezaron otra vez a separarse. Para Occidente, la verdadera "primavera árabe" no se medirá por los avances hacia la democracia, sino por el acercamiento hacia nuestro sistema de valores. El Irán del Sha no era democrático, pero era "occidental". Y desde la perspectiva occidental, ¿qué es más importante, votar un gobierno cada cuatro años o tener derecho a vivir libremente la sexualidad (sobre todo, la homosexualidad) y a vestir como quiera cada uno (y sobre todo, cada una)?
Cuando cruzo en la calle a una mujer cubierta con el velo y vestida con recato medieval, el mensaje que percibo es el de una cultura que antepone los viejos valores de la cohesión familiar con niveles de procreación razonables a la libertad sexual y los anticonceptivos. Que, al contrario que nosotros, antepone los preceptos de la religión a los principios de la razón. Que es más fuerte porque su cosmovisión no admite grietas ni dudas.
Nuestras calles brillan con la belleza de los cuerpos perfectos a base de gimnasio, dietas y tratamientos, pero nuestras cunas están vacías. Salud reproductiva o salud demográfica, esa es la cuestión. Y la encrucijada donde se decide el futuro. Si algún día las musulmanas empiezan a cambiar el velo por la minifalda y los atuendos opacos por los escotes y las transparencias (sin llegar necesariamente a ciertos niveles de pornografía explícita que aquí alcanzamos con facilidad), será señal de que ha empezado a funcionar la alianza de civilizaciones. Mientras tanto, el tocado islámico seguirá siendo el "vade retro" más poderoso contra la cultura occidental.