No es bueno, para una Europa unida, que sus países se rompan. No sería bueno, por ejemplo, que el norte de Italia se convirtiese en una Padania separada del sur del país. No veo qué bien común se derivaría de la secesión de Escocia. Obviamente, tampoco comparto el entusiasmo nacionalista de buena parte de Cataluña ni la permisividad o la indiferencia al respecto de una porción no desdeñable de españoles, con o sin funciones de Gobierno.
El camino de la disgregación es exactamente el contrario de la integración, y el axioma vale para todos. Es decir, tampoco aplaudiría, en una hipotética Cataluña independiente, las hipotéticas aspiraciones secesionistas del Valle de Arán o la hipotética iniciativa para convertir Figueras en una especie de Montecarlo independiente en la Costa Brava. Ni, por poner ejemplos ya inventados, el separatismo de las islas escocesas en Escocia o la secesión de Tabarnia en Cataluña. No lo aplaudiría, aunque tampoco habría que forzar la lógica para admitir que ese independentismo en cascada estaría legitimado desde el momento en que se admitiese la legitimidad del independentismo inicial, es decir, el de la propia Cataluña.
Supongo que los nacionalistas comprenderán sin dificultad la lógica de los que no lo somos. Para ponerse en nuestro lugar sólo les basta con imaginar que, una vez lograda la independencia de su Cataluña o su Escocia, empieza en el Ampurdán o los Highlands un nuevo movimiento secesionista anticatalán o antiescocés. O lo que es más probable: que una parte del territorio independizado decide, por frustración y acogiéndose al mismo principio de autodeterminación, reintegrarse en el antiguo regazo común.
“España nos roba”, vociferan los secesionistas catalanes como máximo argumento para la independencia. El exabrupto, dicho con menos vehemencia, tal vez significaría: el Estado español detrae recursos de la comunidad catalana para redistribuirlos a otras comunidades o regiones. O sea, si ése fuera el caso, el Estado español estaría haciendo lo que hacen todos los Estados, porque esa es una de sus funciones.
En los Estados Unidos, el PIB per capita de Connecticut, Delaware, Alaska o Wyoming supera ampliamente los 60.000 dólares y casi duplica el PIB per capita de Virginia, Idaho, Carolina del Sur o Alabama, que apenas ronda los 35.000 dólares. En España, aunque con cifras más modestas, esa proporción se mantendría entre comunidades como Madrid, Cataluña o el País Vasco, por una parte, y Andalucía o Extremadura, por otra.
Sin embargo, ni siquiera la lejana Alaska parece interesada en independizarse y acaparar para ella sola toda su riqueza. Y tampoco los demás estados americanos opulentos parecen tentados a abandonar la casa común para ahorrarse el recibo comunitario o las aportaciones al fondo colectivo. La casa común ofrece seguridad, protección, consumidores… La casa común se construyó porque todos arrimaron el hombro, y sobrevivió a crisis y catástrofes porque todos tiraron del carro. A veces, los ricos también necesitan a los parientes pobres.
¿Qué haría la nación americana si el estado de Nueva York, uno de los más ricos del país, decidiese segregarse? ¿Y que haría a su vez ese hipotético Estado de Nueva York cuando, siguiendo su ejemplo, la isla de Manhattan decidiese también alzarse con el santo y la peana y quedarse con todos los rascacielos para ella sola? Pero no, tranquilos por ese lado: el esperpento no se inventó en América, sino en España.
Sentirse hijo de la patria chica es bonito y saludable, pero relativo. Si en tus años mozos te marchaste a estudiar a otra ciudad y pasaste en ella cinco intensos años, si luego te trasladaste a la capital a trabajar durante otros cinco o diez años, si luego surgieron otras oportunidades y te fuiste a vivir en el extranjero otros diez o quince años, al cabo de ese periplo tienes de sobra claro que la patria chica es, básicamente, chica. Entrañable, pero chica. Ya lo dijo Pío Baroja: "El carlismo se cura leyendo; y el nacionalismo, viajando."
El nacionalismo es, sobre todo, afirmación frente a las demás naciones, ganas de diferenciarse de ellas y sentimiento de superioridad más o menos encubierto. En Europa, cuando las querellas dinásticas o religiosas dejaron de tener credibilidad como casus belli, el nacionalismo tomó el relevo y pasó a ser la gran bula exculpatoria para guerras y conflictos. Por suerte, durante los últimos decenios, y salvo extemporáneas excepciones, la idea de la casa común se ha fortalecido y el principio nacionalista se ha debilitado. Tan preocupante como el auge de los nacionalismos del desglose y la subdivisión sería el renacer de los nacionalismos clásicos, los que sembraron de conflictos y guerras la Europa de los siglos XIX y XX. Europa sólo puede hacer frente a sus problemas y seguir en la vanguardia de la libertad, la cultura y el desarrollo si mantiene y robustece su unidad. Una Europa de nacionalismos enfrentados entre sí es el peor futuro imaginable para los europeos, que no deben olvidar las lecciones de su pasado.
La gran inercia económica, social y cultural mundial tiende a la integración. En todo el mundo, las agrupaciones regionales cobran cada vez más fuerza como marcos económicos y sociales, antesala de mayores integraciones políticas. La unidad europea es un proyecto muy maduro, que surgió y tomó cuerpo en el siglo XIX, se vio interrumpido por los dos conflictos mundiales causados por los nacionalismos, y es la más bella idea política de nuestro tiempo. Es el futuro más razonable.
La idea opuesta, el mosaico de los particularismos europeos, es inviable económicamente, empobrecedora socialmente y arriesgada políticamente. Significa, pura y llanamente, retroceder cien años mientras el resto del mundo avanza. El tiempo de los nacionalismos con mayúsculas, y más aún el de los localismos con minúsculas, ha pasado.
Si algún día la entidad política secular llamada España tiene que desaparecer, que sea para integrarse políticamente en la entidad cultural milenaria llamada Europa, no para alumbrar reinos de taifas provincianos y anacrónicos. Catalanes, padanos o escoceses, estaremos limitados por la linde comarcal y vernácula. Españoles, italianos o ingleses, nos hallaremos en una cota de horizontes más amplios y prometedores. Europeos, seremos parte de una inmensa comunidad con vastas perspectivas de futuro. Y siempre nos quedará la patria chica para sentirnos como en casa.
Añadiduras
Imputados sin fronteras
La facilidad con que, dentro del territorio europeo sin fronteras o espacio de Schengen, que presupone el funcionamiento del Estado de derecho y el imperio de la ley en todo el territorio común, un ciudadano puede burlar la ley aduciendo que un delito previsto en su jurisdicción de origen no está reflejado en términos idénticos en su jurisdicción de refugio, pone de manifiesto una contradicción interna que debería subsanarse de inmediato.
A pesar de ello, a los ojos del lector corriente, el Código Penal de Bélgica, que en su artículo 104 establece que "el que atentare contra la forma del gobierno ... con intención de destruirla o cambiarla ... será castigado con pena de prisión de 20 a 30 años" está claramente hablando del mismo delito que el artículo 472 del Código Penal español, que declara reos del delito de rebelión a quienes "se alzaren violenta y públicamente para ... derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución." ¿O no?