En nuestra Emotilandia voluntarista, casi todo es relativo y circunstancial, incluso caótico. Una cosa y la contraria pueden considerarse ciertas simultáneamente, y una misma palabra puede tener dos significados opuestos en el mismo contexto. Todo está bajo el imperio de la emoción y su constante mudanza. El templo de la diosa Razón lleva mucho tiempo en ruinas. Hubo un tiempo en que la razón libraba y perdía sus batallas frente a la religión; ahora las pierde frente a la emoción. Como la gente suele votar más con el corazón que con la cabeza, los comportamientos y las decisiones de los políticos siguen el rumbo fluido y caprichoso del mainstream emocional.
No es de extrañar, por tanto, que la reciente Ley de de protección de los derechos y el bienestar de los animales sea, más que una ley de principios, una ley de simpatías y afectos, una norma relativista destinada a proteger, no los imposibles derechos de los animales en general, sino los sentimientos humanos inspirados por algunos animales en particular. Solo así se explica que dos animales casi idénticos gocen o no de la protección de la la Ley en función de la zona de la casa en la que habiten.
En efecto, la Ley excluye de su ámbito de aplicación a los "animales de producción", definidos como "animales mantenidos, cebados o criados, para la producción de alimentos o productos de origen animal, o para cualquier otro fin comercial o lucrativo", y a los "los animales silvestres, salvo que se encuentren en cautividad". Como se ve, a diferencia de los humanos, los derechos animales no son universales, interdependientes e indivisibles. Un conejo criado como mascota goza de protección legal —frente al maltrato físico o psicológico (sic) o frente al abandono—, mientras que sus congéneres "de producción" carecen absolutamente de esa protección y acaban en el matadero. Digamos que al Ley reintroduce el Antiguo Régimen en el Reino Animal: un conejo de salón representa la aristocracia de la especie, mientras que, unos metros más allá, el conejo de corral es mera plebe esclava. El primero es un sujeto de derechos inviolables; el segundo, un simple envase de calorías y proteínas.
La Ley reconoce también especiales derechos a los animales vertebrados, y solo a ellos. En mi juventud leí con gran admiración las obras de Maeterlinck sobre las abejas y las hormigas, especies que, desde tiempo inmemorial, han constituido modelos de laboriosidad, organización social y trabajo en equipo que tanto los hombres de pluma como los de gobierno han invocado como ejemplo para los ciudadanos. Durante siglos, abejas y hormigas han inspirado a reyes y poetas.
En cambio, nuestras modernas cámaras legislativas parecen sentir poca simpatía por esos insectos, a los que niegan los derechos que amparan a un hámster. Díganme, señores legisladores, ¿qué animal vertebrado es capaz de reproducir el milagro geométrico del panal de miel, realizar la indispensable tarea ecológica de la polinización y endulzar la vida de la humanidad a lo largo de siglos y milenios como han hecho las abejas? Sin embargo, se les niegan derechos automáticamente otorgados a una lagartija que un niño atrapa y lleva a su casa. ¿Qué mosca les ha picado, señores legisladores, para hacer una norma tan injusta con las abejas? ¿Acaso temen que, si conceden derechos a las abejas no podrán negárselos a las moscas comunes que evocaban todas las cosas a Antonio Machado, a las mariposas que eran el alma de las sierras solitarias para Juan Ramón Jiménez, o incluso a las luciérnagas fantásticas que acompañaban a José de Vasconcelos en la sombra nupcial y húmeda, y así todo cuesta abajo hasta llegar a la fauna microbiana?
Como se ve, no es tarea fácil reconocer derechos a los animales y regular esos derechos, sobre todo habiendo tantas especies con "derechos" incompatibles entre sí. Sin necesidad de salir al campo y preguntar a las liebres si están de acuerdo con los derechos naturales del zorro, podemos hacer el mismo planteamiento a escala doméstica. La Ley protege a los animales frente al maltrato que puedan infligirles sus dueños, pero no dice nada sobre el maltrato que ellos puedan infligir, no digo a los humanos, sino a otros animales igualmente protegidos. El perro no puede ser maltratado por su dueño, pero puede maltratar impunemente a otro perro o al gato de la casa, que a su vez puede cazar y devorar a un ratón amaestrado en un descuido, comportamientos todos ellos exentos de responsabilidad penal. ¿No sería más justo que los derechos del perro acabasen donde empiezan los del gato?
Por si tanta incongruencia fuera poca, tenemos en perspectiva una nueva ley que, según se anuncia, concederá derechos cuasi humanos a los grandes simios, con los que compartimos orígenes y pertenencia a la familia de los homínidos. Al parecer, la pertenencia a esa familia taxonómica nos coloca en un mismo nivel moral. Una vez más tendremos ocasión de apreciar la falta de equidad: el humano que maltrate a un gorila será castigado severamente, pero no lo será el gorila que inflinja ese mismo maltrato —con agravante de parentesco— a un ser humano o a otro gorila.
En todo caso, esta homologación con los grandes simios puede ser un indicio precoz de cambios profundos que no se aprecian a primera vista. Aunque no seamos conscientes de ello, tal vez la nueva legislación sea la avanzadilla de un proceso regresivo de involución biológica emprendido silenciosamente por nuestro genoma para recuperar nuestra vieja condición de primates y volver al nicho ecológico del que procedemos. Si ese es el designio secreto del "gen egoísta", todo encaja a la perfección y vamos por buen camino.