En un reciente informe del Comité contra la Desaparición Forzada, la ONU insta a España a cumplir “su obligación” y buscar a los desaparecidos de la Guerra Civil y la dictadura. Textualmente, el informe dice:
"El Comité insta al Estado a que vele por que los plazos de prescripción se cuenten efectivamente a partir del momento en que cesa la desaparición forzada, es decir, desde que la persona aparece con vida, se encuentran sus restos o se restituye su identidad".
Previamente, el Comité cita y desautoriza la argumentación jurídica del Tribunal Supremo español, según el cual “no es razonable argumentar que un detenido ilegalmente en 1936, cuyos restos no han sido hallados en el 2006, pueda racionalmente pensarse que siguió detenido más allá del plazo de prescripción de 20 años, por señalar el plazo máximo”.
Es decir, si no entendemos mal y el criterio del Comité prevalece sobre el del Tribunal Supremo, y dando por supuesto que el argumento del Comité no puede ser sólo válido para la Guerra Civil y el franquismo, el Estado español estaría obligado, por ejemplo, a restituir la identidad de los 43 patriotas madrileños del 2 de mayo de 1808, fusilados al día siguiente y enterrados en una fosa común en el Cementerio de la Florida, y a otorgar los resarcimientos pertinentes, ya que el plazo de desaparición forzada no prescribirá hasta que se lleve a cabo esa restitución de identidad.
Las guerras carlistas del siglo XIX revistieron una ferocidad inaudita, y lo raro era dejar a los prisioneros con vida. Ahí también tenemos muchas fosas olvidadas y muchas identidades pendientes de restitución. Si el lector ha oído hablar de algún bisabuelo ajusticiado en represalias de carlistas o isabelinos, puede acudir al Estado y exigir la búsqueda de los restos y la "reparación adecuada". Si la Ley de Amnistía no sirve para borrar nuestro pasado fratricida y cainita, menos ha de servir aún el abrazo de Vergara.
Por si fuera poco, cualquier juez de otro país está legitimado para venir a desenterrar nuestras viejas hachas de guerra y resucitar a nuestros demonios muertos. Una juez de Buenos Aires ha decidido también pasar por alto nuestra Ley de Amnistía y rebobinar nuestra historia reciente. Como la justicia transoceánica siga contando con el aval de la ONU, serán tantos los jueces estrella con ganas de saltar al corral ajeno que no habrá herida civil que cicatrice nunca.
Los que no sabemos de leyes y nos guiamos sólo por el sentido común tenemos mucha dificultad para comprender esta nueva justicia sin límites geográficos ni cronológicos. Si se pone de moda, en los países del antiguo Telón de Acero, en China, en Cuba, en Camboya, en Corea del Norte habrá tanto trabajo por hacer que no bastarán todos los jueces progresistas del mundo para llevarlo a cabo.
Los que no entendemos de sofismas jurídicos y nos aferramos al sentido común nos preguntamos si un Cómité creado en virtud de la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, que data de 2010, está legitimado para aplicar retrospectivamente las disposiciones de dicha Convención a hechos acaecidos setenta años atrás, en una época en la que ni siquiera existían las Naciones Unidas ni ninguno de sus instrumentos jurídicos. Porque, si el Comité aplica retrospectivamente su Convención a nivel mundial, ¿habrá un sólo Estado libre de reclamaciones por desapariciones forzosas?
Hasta el propio juez Garzón, partidario de exhumar el pasado español ante el Comité, había desestimado años atrás, sin duda con mejor criterio, una demanda relativa a las matanzas de Paracuellos, por considerar que quebrantaba absolutamente “las normas más elementales de retroactividad y tipicidad”.
Ah, esta eterna propensión a juzgar el turbulento y difícil pasado desde el plácido presente, a sentarse cómodamente en un confortable despacho oficial y escandalizarse de las atrocidades de nuestros abuelos segadores de hoz y alpargata. O de hoz y martillo. Porque ese es otro de los aspectos que parecen olvidar los salomones del Comité, que la Guerra Civil fue igualmente atroz en ambos bandos. Pero al llegar a este capítulo del pasado idealizado y reinventado, con la amnesia hemos topado, Sancho amigo.
Difícilmente podrá entender el Comité de la ONU lo que significó para los españoles de 1975 la Ley de Amnistía, piedra angular de la Transición de la dictadura a la democracia. Si hubo algo de lo que se sintieron orgullosas las generaciones de españoles que habían vivido la Guerra Civil o el franquismo, por encima del retorno a los valores de la democracia, fue de la reconciliación. Sin reconciliación sincera, la democracia no habría sido posible. Los adalides de la memoria histórica son demasiado jóvenes para recordar aquéllos años, pero si de algo se enorgulleció la generación de Felipe González y Adolfo Suárez fue de haber enterrado para siempre (al menos así se creyó entonces) las dos Españas. La inmensa mayoría de los españoles lo deseaban así y lo ratificaron en el referéndum constitucional, y durante más de treinta años vivieron convencidos de que habían matado para siempre la hidra de siete cabezas. Hasta que llegó José Luis Rodríguez Zapatero y empezó a hablar de su abuelo y del paraíso perdido… de Caín y Abel.
Al iniciarse la Transición, época en la que el susodicho Zapatero cumplía 15 abriles, había, grosso modo, tres generaciones en España: la de los abuelos de uno y otro bando, que se avergonzaban por igual de su absurda reyerta civil y evitaban hablar de ella; la de sus hijos, que gestionó la Transición e hizo de la reconciliación y el olvido su mayor motivo de orgullo; y la de los nietos adolescentes que, treinta años más tarde, se encontró con una España en primera división y, para asombro de las dos generaciones anteriores, produjo suficientes especímenes visionarios como para reinventar un pasado de abuelos buenos y abuelos malos y exigir el castigo de los segundos.
Por eso, la memoria histórica es, en este caso, una memoria falsa e implantada, porque los verdaderos depositarios directos de los recuerdos hace mucho tiempo que tomaron el camino opuesto: el del olvido histórico.