El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha anulado la prohibición, impuesta por el Ayuntamiento de Reus, de utilizar el niqab o el burka en los espacios públicos. Según el TSJC, esa prohibición municipal entrañaba una “vulneración del derecho de libertad religiosa”, valoración cuando menos arriesgada, porque parece atribuir a burka y niqab la condición de prendas litúrgicas, más que de atuendos tradicionales.
La primera pregunta inevitable es si, en la organización social de un estado laico, los criterios religiosos deben prevalecer sobre los estrictamente civiles. Si la respuesta es afirmativa, como ha sido la del TSJC, nada debería impedir, por ejemplo, el reconocimiento oficial de la poligamia para las familias mormonas que, llegado el caso, decidiesen instalarse en Reus. Salvo el pequeño engorro de añadir algunas páginas al actual formato del libro de familia, y la merma de oportunidades de emparejamiento para los varones reusenses, no veo qué otras objeciones podrían alegarse.
Me viene otro ejemplo a la cabeza. Algunas iglesias evangélicas de los Estados Unidos y del Brasil predican el nudismo —que, según sus pastores, nos hace a todos iguales a los ojos de Dios y del prójimo— y celebran sus oficios como Dios los trajo al mundo. Parece que, por ahora, limitan esas celebraciones a los confines del templo. Pero, si tuviesen feligresía nudista en Reus (un suponer) y sus fieles, conocedores de la sentencia del TSJC, decidiesen salir en procesión por el pueblo vestidos como Adán y Eva, ¿no tendrían pleno derecho a hacerlo, amparados en su derecho de libertad religiosa?
A fin de cuentas, en nuestro entorno cultural estamos mucho más familiarizados con el desnudo integral que con el burka. O por lo menos, así era hasta hace unos años. A lo mejor, lo que está ocurriendo ahora es que el terreno moral que perdemos en Magaluf se compensa con la nueva moral de recato y embozo que va imponiéndose en Reus. Si la batalla de nuestro futuro se librase únicamente entre ambos extremos, tened por seguro que la victoria final sería para las inescrutables —y prolíficas— agarenas de Reus.
Otro ejemplo se me ocurre. Si buscamos en YouTube, podremos ver cómo las vacas sagradas de la India descansan pacíficamente en el asfalto mientras los conductores las sortean como pueden. Volvemos a lo mismo. Si algún ganadero del Camp de Tarragona se convierte al budismo, las autoridades de Reus no podrán impedir que sus vacas, ahora sagradas, pasten en los jardines públicos y echen la siesta en mitad de la calzada, so pena de incurrir en “vulneración del derecho de libertad religiosa”.
Los ejemplos más o menos pintorescos podrían multiplicarse. En el caso del niqab y el burka, por encima de ese más que discutible derecho a supeditar las normas de convivencia comunes a los principios religiosos particulares, hay graves connotaciones de orden público.
Hace algunos años se planteó en Egipto una gran polémica cuando el rector de la Universidad de Al Azhar prohibió acudir a los exámenes con niqab, instrumento de fraude académico mucho más eficaz que las clásicas chuletas o los modernos pinganillos. En cambio, si la jurisprudencia del TSJC echa raíces, el niqab será el mejor pasaporte hacia la matrícula de honor en las universidades españolas.
Y para alguien que tenga problemas con la justicia, ¿qué mejor refugio que el burka? ¿Para qué llenar los espacios públicos de cámaras de seguridad, si las malas —y los malos— pueden desfilar ante ellas de incógnito, al amparo del “derecho de libertad religiosa”? Ninguno de los métodos tradicionales de subterfugio y disimulo (barbas postizas, pelucas, gafas de sol, travestismo, etc.) puede competir con ese doble blindaje —pudor y religión— que ofrece el burka.
Ahora bien, según un estudio realizado en 2014 con participación de las Universidades de Maryland, Michigan, Gotinga y Túnez, la inmensa mayoría de las poblaciones de Egipto, Irak, Líbano, Pakistán, Arabia Saudí, Túnez y Turquía (países en los que se realizó la correspondiente encuesta) prefieren atuendos femeninos que dejen descubierto el rostro. Salvo en el caso de Arabia Saudí (11%), el porcentaje de partidarios del burka en los demás países se sitúa entre el 0% (Turquía) y el 4% (Irak). El niqab tiene una aceptación algo mayor, del 1% al 9%, excepto en Arabia Saudí (63%) y Pakistán (32%). Los promedios de aceptación global de los atuendos mencionados (dejando aparte a Arabia Saudí y Pakistán) se sitúan por debajo del 4%.
Lo interesante sería hacer una encuesta análoga en España, con muestras similares de inmigrantes musulmanes, por un lado, y españoles de toda la vida, por otro. No creo que, entre la población musulmana de España, se registrasen porcentajes superiores a ese 4% obtenido en países musulmanes. En cambio, entre los españoles de toda la vida, incluidos los miembros del TSJC, me temo que ese porcentaje se superaría con creces, y que habría muchos más partidarios de burkas y niqabs que entre los propios musulmanes. No porque nuestros compatriotas se hayan convertido ya al Islam, que todo se andará, sino porque aún no han renegado de la confesión que es madre de todas las claudicaciones: la corrección política.