Para las feministas que lean este blog, que no serán pocas, tengo una buena noticia que contribuirá a reforzar los mensajes del Día de la Mujer recientemente celebrado. La buena noticia es que la igualdad entre hombres y mujeres está cada vez más cerca, y que el mayor obstáculo que la hizo imposible en el pasado lleva camino de desaparecer.
Como bien saben las feministas de ambos sexos, durante milenios, los hombres se reservaron para ellos el protagonismo en la vida pública, al tiempo que las mujeres quedaron relegadas al gobierno de la vida privada y familiar. El protagonismo de la vida pública, hoy día, transcurre en hermosos despachos donde uno y una pueden sentarse tranquilamente y cruzar las piernas con elegancia, y donde el mayor riesgo físico es que la taza de café se derrame sobre el bonito traje o la sugestiva falda. Pero en tiempos lejanos, ese protagonismo entrañaba, por ejemplo, el riesgo de morir aplastado bajo las pezuñas de un rebaño de bisontes en estampida (caso de nuestros ancestros cazadores del Paleolítico) o en pugna con la tribu rival que quería sobrevivir aprovechando los mismos recursos escasos. Desde entonces, y durante milenios, esa mayor visibilidad social se acompañó siempre de riesgos y azares físicos que las mujeres, haciendo gala de buen sentido, cedieron invariablemente a los hombres.
Aunque las feministas no se enorgullezcan de ello, porque suelen ajustar sus criterios de empoderamiento al rasero masculino, la gran contribución física de la mujer a la especie ha sido la maternidad, que antaño entrañaba también un alto riesgo vital. No se trata de un olvido aislado: las feministas rinden justo homenaje a las 129 mujeres que fallecieron en el incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York el 25 de marzo de 1911 y, en su recuerdo, celebran el Día de la Mujer en todo el mundo, pero olvidan que, con la misma lógica, también merecerían su Día del Varón los 1.099 mineros que perdieron la vida en la catástrofe de Courrières (Francia) en 1906 o los 1.549 que corrieron la misma suerte en Benxihu (China) en 1942, por citar solo algunos casos destacados de catástrofes laborales. Incluso los 1.329 hombres ahogados del Titanic, que obedecieron el mandato de la especie hasta el punto de ceder los botes salvavidas a las mujeres y perecer ellos, merecerían por sí solos un Día del Varón en toda regla.
Pero todo ello es cosa del pasado. La buena noticia es que esas brechas de género antropológicas y milenarias están cerrándose a buen ritmo. Para alcanzar la anhelada igualdad no hará falta que las mujeres bajen a las minas o suban a los andamios y compartan con los hombres las estadísticas de accidentes laborales con resultado de muerte que los varones acaparan casi en exclusiva, ni que vayan al frente en Ucrania en lugar de refugiarse en los países vecinos. Ni siquiera tendrán que conformarse con una liga de fútbol femenina, ya que pronto estarán en condiciones de competir con los hombres sobre los mismos terrenos de juego.
La óptima noticia es que el obstáculo ancestral que se alzaba entre hombres y mujeres y determinaba las características antropológicas de cada sexo en función de las necesidades evolutivas de la especie lleva camino de desaparecer, quizás por innecesario y superfluo en nuestro moderno entorno tecnológico. Ese obstáculo menguante se llama "niveles de testosterona". Acabáramos. Según numerosos estudios, los niveles de testosterona —hormona producida en los testículos de los machos de la especie y, en menor cantidad, en los ovarios de las hembras— no han dejado de descender desde hace varios decenios en la población masculina occidental. Es, precisamente, la testosterona la que ha influido evolutivamente en la complexión más fuerte de los hombres y en su mayor tendencia a correr riesgos y adoptar comportamientos agresivos. La hormona que sigue siendo paritaria en los bonobos, pero que, multiplicada por 20 en los machos de la especie humana, permitió a esta abandonar el refugio de los árboles y recorrer su incomparable camino evolutivo.
La buena noticia es que, después de haberse volcado durante millones de años en el diseño de la diferenciación sexual más eficaz para obtener la especie más aventajada e inteligente, la naturaleza parece haber escuchado, por fin, el mensaje feminista y está dispuesta a enmendar su gran error garrafal, digo patriarcal. Cuando los niveles de testosterona sean iguales en hombres y mujeres, el sueño feminista se habrá convertido en realidad. El cambio irá en detrimento de nuestra biodiversidad y nuestra capacidad para "echarle cojones" a la vida, aunque, de momento, no parece previsible que tengamos que buscar otra vez refugio en los árboles. Sin embargo, no hay que descartar que los designios atávicos de la especie sigan vigentes y que otras culturas o sociedades más ricas en testosterona acaben prevaleciendo sobre la nuestra. Y vuelta a empezar.