Un aforismo generalmente aceptado establece que "la historia siempre se repite". Igualmente válido, e incluso más atinado, podría ser su contrario, ya que la historia, si se repite, es de forma aproximativa, pero jamás idéntica. La historia del Imperio Romano es única y no se ha repetido nunca. Como tampoco se ha repetido la historia de Esparta o de Atenas. Por eso es arriesgado emitir diagnósticos facultativos o predicciones clínicas sobre la actual neurastenia europea. Además, según nos enseña Nassim Taleb, siempre existe la posibilidad de que surja un cisne negro que cambie abruptamente el curso de los acontecimientos. Con ese cisne detrás de la oreja, reconozco que meterse a curandero en este caso es harto pretencioso y osado. Pero uno no puede contemplar sin aprensión el panorama (o más exactamente, el eurorama) que tiene ante sí.
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Las recientes negociaciones de investidura entre el PSOE y los partidos independentistas, aun siendo un tejemaneje puramente político, han puesto de relieve algunas deformidades institucionales las que nadie parece reparar, pero que están siempre ahí, como el elefante en la habitación con el que nos hemos acostumbrado a convivir. El susodicho regateo político —básicamente, canje de votos por amnistía— ha mostrado en toda su desnudez e impudicia una anomalía que podríamos llamar "falacia de representatividad".
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La construcción europea tiene, desde sus inicios, un claro talón de Aquiles: la política lingüística, o tal vez la falta de ella, la inexistencia de la voluntad política necesaria para potenciar una lengua franca, superpuesta a las lenguas nacionales, que haga posible el funcionamiento fluido de las instituciones comunes y la progresiva integración de todo el cuerpo social europeo.
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El título de este artículo —paráfrasis de la célebre divisa de César Borgia “Aut Caesar aut nihil”, tomada a su vez del episodio del paso del Rubicón por Julio César, cuando sus tropas expresaron su disposición a perecer o triunfar con él mediante el grito “O César, o nada”— se refiere, naturalmente, al futuro de Europa. "Aut unum, aut nihil": o la unidad, o la nada. El lema puede parecer exagerado si pensamos en el mañana inmediato, como solemos, pero no tanto si miramos por encima del horizonte de dos o tres generaciones.
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No es bueno, para una Europa unida, que sus países se rompan. No sería bueno, por ejemplo, que el norte de Italia se convirtiese en una Padania separada del sur del país. No veo qué bien común se derivaría de la secesión de Escocia. Obviamente, tampoco comparto el entusiasmo nacionalista de buena parte de Cataluña ni la permisividad o la indiferencia al respecto de una porción no desdeñable de españoles, con o sin funciones de Gobierno.
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