Las recientes negociaciones de investidura entre el PSOE y los partidos independentistas, aun siendo un tejemaneje puramente político, han puesto de relieve algunas deformidades institucionales en las que nadie parece reparar, pero que están siempre ahí, como el elefante en la habitación con el que nos hemos acostumbrado a convivir. El susodicho regateo político —básicamente, canje de votos por amnistía— ha mostrado en toda su desnudez e impudicia una anomalía que podríamos llamar "falacia de representatividad".
Según el principio básico de la democracia, los parlamentarios son los representantes y depositarios de la soberanía popular. Sin embargo, situaciones como la descrita muestran en toda su obscenidad la falacia subyacente en ese principio, al menos en el caso español: los diputados no son representantes de la voluntad popular, ni siquiera representantes de un programa político, sino representantes de la cúpula dirigente de su partido. Todo ese tinglado de negociaciones y trueque de votos por medidas de gracia y olvido se vendría abajo estrepitosamente si cada diputado fuera dueño de su voto en conciencia, es decir, si las votaciones parlamentarias fueran secretas y personalísimas. No es arriesgado pensar que, en la presente coyuntura, numerosos parlamentarios socialistas disientan en su fuero interno del enfoque adoptado por sus líderes. En las condiciones actuales de voto público, cabría preguntarse si sus señorías no están sujetas a un "mandato imperativo" incluso menos justificable que el excluido por la Constitución en su artículo 67. Obsérvese que esta es una consideración que está por encima o al margen de la política: es fruto de un análisis antropológico sobre el interés primordial del individuo de la especie humana —y sobre todo del espécimen político— que, de modo natural, antepone su cargo a sus ideas.
Pero, a su vez, el diputado no ha obtenido su escaño por mérito propio, sino porque se ha encuadrado en las siglas del partido, lo que viene a cerrar un círculo vicioso. Los verdaderos depositarios de la voluntad popular no son los representantes electos, sino sus partidos políticos. En la papeleta electoral, lo de menos es la lista de candidatos, casi todos desconocidos para el elector; lo único que cuenta es la sigla del partido que la encabeza. En un sistema democrático ideal, todos los candidatos deberían ser libres e independientes y, aun formando grupos parlamentarios por afinidad ideológica —recuerden los orígenes: jacobinos, girondinos, etc.—, preservar siempre su independencia como representantes del pueblo y rendir cuentas solo ante sus electores, no ante ningún partido. Desde el momento en que los electores no votan a individuos, sino a partidos y siglas, el parlamentarismo se convierte en una ficción, una grandiosa puesta en escena, pura realidad virtual, por lo que bastaría con que los debates se celebrasen entre los representantes designados de esos partidos, sin necesidad de más diputados. Para realizar votaciones parlamentarias unánimes y sujetas a la disciplina de partido no se requieren 350 diputados de carne y hueso. Bastaría con que el representante de cada partido emitiese la opinión unísona de su formación política e hiciese así valer su peso porcentual dentro de ese parlamento virtual de 350 diputados teóricos, ilustrando la ficción, por ejemplo, mediante un gran fondo de pantalla en el que, a la hora del telediario, se coloreasen 350 siluetas en función del voto emitido.
Otro fleco impolítico que cuelga de este proceso político y que no cabe obviar es la supuesta legitimidad de las aspiraciones independentistas en general. Para bien o para mal, las regiones de cada país europeo, y no sólo de España, han alcanzado su personalidad y su nivel de desarrollo actuales en el marco de sus respectivas entidades nacionales. Vistas las cosas desde esa perspectiva, ¿tienen Sicilia o Baviera menos derecho que Cataluña a independizarse de sus respectivas naciones, que son mucho más recientes que la española? ¿Tiene cualquier región europea derecho a constituirse en Estado independiente al margen de la nación a la que pertenece? Para dar acomodo a las tesis independentistas, habría que desandar varios milenios de historia y trazar de otro modo los caminos del destino. Y, mirando hacia el futuro, si una vez consumada la independencia de Cataluña, cierta provincia o cierta comarca catalanas deciden independizarse a su vez o reintegrarse al territorio español, ¿se les reconocerá también su derecho de autodeterminación?
Por último, los nacionalismos son exactamente lo contrario a la integración y la cohesión, es decir, al sentido correcto de la historia moderna. No deja de ser irónico que, desde las más altas instancias del Estado, se demonicen como retrógrados los nacionalismos mayores —los relativos a nación española— al tiempo que se promueven y favorecen los nacionalismos menores —a la sazón, el catalán y el vasco— como fuerzas de progreso. Por su parte, las instituciones europeas, al ser tan indulgentes con los nacionalismos, debilitan aún más los endebles cimientos de la casa común. Desde el punto de vista de la integración y la cohesión europeas, la respuesta debería ser exactamente la contraria: cuanto más se ahonde en la fragmentación, peor. Del mismo modo que la independencia de California iría en detrimento de los Estados Unidos de América, nuestros nacionalistas e independentistas —y los países y órganos europeos que los exculpan y amparan— reman en el sentido contrario a la integración y la cohesión indispensables para alumbrar una patria mayor: los Estados Unidos de Europa.