En nuestra Emotilandia voluntarista, casi todo es relativo y circunstancial, incluso caótico. Una cosa y la contraria pueden considerarse ciertas simultáneamente, y una misma palabra puede tener dos significados opuestos en el mismo contexto. Todo está bajo el imperio de la emoción y su constante mudanza. El templo de la diosa Razón lleva mucho tiempo en ruinas. Hubo un tiempo en que la razón libraba y perdía sus batallas frente a la religión; ahora las pierde frente a la emoción. Como la gente suele votar más con el corazón que con la cabeza, los comportamientos y las decisiones de los políticos siguen el rumbo fluido y caprichoso del mainstream emocional.
No es de extrañar, por tanto, que la reciente Ley de de protección de los derechos y el bienestar de los animales sea, más que una ley de principios, una ley de simpatías y afectos, una norma relativista destinada a proteger, no los imposibles derechos de los animales en general, sino los sentimientos humanos inspirados por algunos animales en particular. Solo así se explica que dos animales casi idénticos gocen o no de la protección de la la Ley en función de la zona de la casa en la que habiten.