El feminismo ortodoxo ha rechazado sin ambages la legislación "trans" introducida recientemente en España. Después de haber blandido durante decenios la perspectiva de género en su lucha contra el heteropatriarcado opresor, el feminismo clásico no puede aceptar que cualquier espécimen patriarcal decida, de la noche a la mañana, convertirse oficialmente en víctima del patriarcado —léase mujer— mediante un simple trámite administrativo. Sin embargo, en buena lógica, las herederas históricas de la ideología de género no deberían mostrar extrañeza ante la nueva legislación, perfectamente compatible con esa ideología. Si, como establece la doctrina fundacional de la teoría de género, la feminidad y la masculinidad son meras construcciones socioculturales ajenas a la biología, ¿qué tiene de raro que un hombre decida que su biología no coincide con su construcción social masculina?
Nada es imposible cuando se antepone la ideología a la biología. Reducir lo masculino y lo femenino a meras construcciones sociales y culturales y desvincular la diferenciación por sexos de los mecanismos reproductivos de la especie significa que la evolución ha trabajado en vano durante millones de años. Al menos en el caso de la especie humana, ya que no hay constancia de que las demás especies tengan también mecanismos de inducción cultural del género. En cambio, cuando se antepone la realidad fisiológica a las quimeras ideológicas, es inevitable admitir el patrón bisexual predominante y aceptar como totalmente razonable que alguien cuya biología no coincide exactamente con ese patrón trate de introducir en ella las correcciones necesarias para obtener un resultado acorde con su autopercepción. Más cuestionable parece el derecho a cambiar ficticiamente nuestro sexo oficial, por encima del veredicto inapelable de nuestros cromosomas. Si se me permite la comparación, nadie puede cambiar su verdadero lugar de nacimiento, por más que haga constar uno distinto en sus documentos identificativos. Es más, con arreglo al mismo criterio de autodesignación de la identidad, las personas de género fluido deberían ser titulares de tantos DNI y pasaportes como fueran necesarios para reflejar su identidad múltiple y mutante.
Y ya que las feministas han descubierto que la biología cuenta, es de esperar que reconozcan también que la biología permite explicar, sin necesidad de recurrir a hipótesis autoconfirmadas, otras diferencias entre los sexos. Por ejemplo, la mayor agresividad y tendencia a asumir riesgos de los hombres, que la evolución diseñó como un indispensable elemento de supervivencia de la especie y que pueden explicarse mejor por la acción de la testosterona que por los designios malévolos de un patriarcado imaginario. Por cierto, mientras esos rasgos basados en la biología fueron indispensables para sobrevivir como especie o para subsistir como civilización, la sociedad los valoró muy positivamente. Menospreciarlos como atributos del ilusorio patriarcado inventado por Friedrich Engels es un lujo moderno que puede permitirse una sociedad colmada de tecnología y bienestar en la que, sin embargo, la testosterona ¡ay! sigue siendo necesaria para desempeñar ciertos trabajos —no se olvide que el 97% de las víctimas mortales de accidentes laborales son varones— o para que los hombres se queden a luchar a Ucrania mientras las mujeres buscan refugio en los países vecinos.
No se puede negar impunemente la importancia de la biología. Es más, cabe establecer la importancia de la biología incluso al margen de la dicotomía hombre-mujer. Precisamente, la homosexualidad es un rotundo desmentido histórico a la teoría de género. Es muy llamativa la sobrerrepresentación histórica de homosexuales —sobre todo, gais— entre los grandes genios de la literatura y las artes. Evidentemente, en ese caso no se puede hablar de construcción social, sino todo lo contrario, ya que la homosexualidad —en particular, la masculina— ha sido tradicionalmente objeto de rechazo social y persecución legal. Algunos de esos genios, como Oscar Wilde y Alan Turing, pagaron un alto precio por su condición de homosexuales, que no fue, desde luego, fruto de ninguna construcción patriarcal.
Al final, después de tantos años de abjuración del sexo en favor del género, la realidad "trans" ha puesto al feminismo frente al espejo para llegar a la conclusión de que hombres y mujeres somos biológicamente distintos. O dicho de otro modo, que los roles históricos respectivos son algo natural, no una imposición cultural del patriarcado. Tantos rodeos para acabar volviendo al punto de partida. Tanta esquizofrenia dialéctica para acabar admitiendo que, en lo sustancial, estábamos de acuerdo, y que, al margen de orientaciones y autopercepciones sexuales, el mundo se divide básicamente en dos mitades.