Como buen filósofo nefelibata, siempre aislado en mi burbuja neutra, procuro mantenerme al margen de los arrebatos y fervores de la vida pública. Contra lo que pudiera parecer, no juzgo a los políticos en función del bando al que pertenecen, y tampoco comparto la opinión casi universal de que todos ellos son canalla desaprensiva, pícara y mendaz, ni el nutrido florilegio de epítetos malsonantes que utilizan como forma de diálogo parlamentario. Cuando dicen bobadas, los políticos se limitan a cumplir su objetivo esencial, que es ganar votos. Los culpables, de haberlos, somos los que aplaudimos esas bobadas y las convalidamos con nuestro sufragio.
Desde mi vocación de impolítico —elemento alejado de los campos gravitatorios de izquierdas y derechas— solo creo en una democracia desapasionada, circunspecta y monótona o, dicho más formalmente, en una democracia discursiva. Cuanto más discursiva —y menos impulsiva— sea la democracia, mejor. Lo discursivo es un rasgo de madurez, propio de la edad adulta; lo impulsivo es un rasgo infantil o, como mucho, adolescente. Inmaduro, en todo caso. Por desgracia, nuestra escenografía política es cada vez más impulsiva, emocional y visceral.
Para simplificar el concepto con dos vocablos parónimos podemos hablar de democracia discursiva y democracia discursera. La primera permite abordar los problemas de forma racional y objetiva, sin ceder a vehemencias estériles. Es el tipo de democracia que funciona, por ejemplo, en las reuniones de las comunidades de vecinos: el mantenimiento de las instalaciones o la contratación del socorrista para la piscina se discuten en términos estrictamente económicos y utilitarios, sin que haya lugar para ponencias ideológicas o exhibiciones emocionales. O la democracia que alcancé a ver de niño en los concejos de mi pueblo, cuando la gente se reunía en la plaza al salir de la misa dominical para organizar el desbroce de un monte o el arreglo de un camino.
Diríase que, a medida que aumenta la escala de los problemas reales o imaginarios, es más fácil envolverlos en palabrería hueca y venderlos como humo ideológico. Quizás por eso es tan frecuente el caso de ministros que han llegado a la cúspide de la administración sin haber administrado antes nada, asistidos solo por su desparpajo y su egolatría. Los romanos tenían su cursus honorum para precaverse frente a tales improvisaciones; nosotros tenemos algo así como el cursus amicorum, o incluso el cursus amorum, para pillar una cartera ministerial apenas cumplida la mayoría de edad, y no necesariamente la mayoría de edad intelectual. De ese modo, lo que no sería admisible ni viable en los escalones administrativos intermedios, es habitual en la cúspide de la pirámide. Lo cual pone también de manifiesto el carácter prescindible de tantos políticos y charlatanes.
En un modelo acabado de democracia discursiva habría necesariamente un consenso general sobre los grandes asuntos y principios rectores del sistema, basado en la aplicación de criterios racionales, y el debate político se centraría únicamente en la gestión del patrimonio común. Ese debate político sería técnico y aburrido, los ministros tendrían que ser individuos altamente calificados, y la mayoría de la gente caería en la cuenta de su ignorancia y desconocimiento de los temas sobre los que vota y decide. Más que en vociferar, la participación política consistiría en estudiar. En cambio, en el caso más frecuente de la democracia discursera, que también podríamos llamar memocracia, el debate es puramente emocional y se basa en la mera descalificación, e incluso demonización, del contrario. La memocracia discursera funciona como el fútbol: los "otros" son meros equipos rivales que hay que derrotar a toda costa. El votante comprende sin dificultad esa dialéctica camorrista y aplaude con entusiasmo ese tipo de recados pendencieros, que sanciona con su voto.
En los ejemplos históricos que más se han acercado al modelo de democracia discursiva ha habido predominio de dos grandes partidos que se han alternado en el poder y, salvo determinados aspectos de gestión, han seguido un rumbo constante y estable. En Europa, lo más próximo que hemos visto a ese modelo de bipartidismo de consenso ha sido, probablemente, la alternancia entre democracia cristiana y socialdemocracia. En cambio, la democracia discursera de nuestro hispanorama reciente, al igual que la liga de fútbol, admite un mayor número de equipos para dar cabida a todas las emociones, pasiones y pulsiones de las distintas aficiones e hinchadas. El resultado es caótico e inestable, y está frecuentemente supeditado al protagonismo decisorio de las minorías.
Cuanto mayor sea la madurez intelectual de una sociedad, mayor será el consenso sobre los principios por los que debe regirse. En mi mundo ideal, una vez alcanzado ese consenso basado en análisis puramente racionales, bastarían dos partidos políticos depositarios del consenso general y que ejercieran, alternativamente, las funciones de gestión y control. El humo ideológico y, menos aún, el caos emocional, no tendrían cabida en ese marco. Los ciudadanos optarían por votar a uno u otro partido en función de su eficacia gestora, sin adscribir su lealtad incondicional a ninguno de ellos. Estaríamos en un sistema de bipartidismo centrista en el que la tarea principal de los políticos consistiría en buscar soluciones reales a los problemas reales, y en el que se consideraría grotesco e inconcebible el recurso a fanatismos deportivos o trifulcas de graderío. Los ciudadanos votaríamos indistintamente a uno u otro partido en función de su eficiencia gestora y de los resultados obtenidos. En resumen, seríamos todos bipartidistas centristas en permanente estado de sobriedad política. Y canalizaríamos nuestro gregarismo emocional hacia el balompié o las carreras de galgos.