Tanto Darwin para nada

La mayoría de los mamíferos tienen sangre caliente, pelo, dientes, cuatro extremidades y columna vertebral. La evolución los hizo así y, en general, estamos de acuerdo con ese resultado. Naturalmente, podríamos tener preferencia por otro tipo de mamíferos. Por ejemplo, con más extremidades o con capacidad para volar. Gatos con ocho patas, como las arañas. O con dos patas y dos alas, como los pájaros. Cerditos voladores, unicornios, cancerberos... Podríamos decir: la naturaleza se equivocó con los mamíferos, otro tipo de mamíferos es posible. Y abrir una apasionante línea de debate científico y político.

La evolución también decidió por su cuenta que los mamíferos tuviesen una forma específica de perpetuar las especies, llamada reproducción sexual. Para ello hubo de diferenciar entre machos y hembras, dotar a cada sexo de los atributos y órganos más útiles para el desempeño de sus funciones respectivas y, en particular, de una intensa tendencia a utilizarlos como medio de procreación. Esa tendencia, que llamamos instinto sexual, fue un elemento indispensable de supervivencia. La evolución se volcó en ese tipo de tareas durante millones de años, siempre orientada hacia sus objetivos de selección, mejora y perpetuación de las especies.

Utilizando los medios que les dio la naturaleza, las especies de mamíferos compitieron entre ellas. A algunas les fue bien, y prosperaron. A otras mal, y se extinguieron. Hubo especies que adquirieron ventaja sobre las demás y fueron escalando puestos en la jerarquía zoológica. En particular, cierta familia de primates aprendió a caminar erguida sobre las extremidades traseras y, lo que son las cosas, con ese sencillo truco logró adquirir tal desarrollo cerebral que acabó produciendo especímenes como Cervantes o Einstein.

En fin, lo que ahora conocemos como especie humana es resultado de una larga marcha milenaria, en la que la división de funciones entre machos y hembras fue crucial para la supervivencia y permitió a nuestros ancestros organizarse en hordas, tribus, clanes, pueblos y estados, hasta llegar a la modernidad de los trenes, los aviones, los rascacielos llenos de oficinas, los antibióticos y los anticonceptivos.

Fue entonces, en ese penúltimo recodo de la Historia, cuando aparecieron las feministas con sus pancartas y proclamaron que la naturaleza estaba profundamente equivocada. No porque echaran en falta gatos octópodos o cerditos voladores, sino porque la especie humana se dividía en dos sexos, hombres y mujeres, con acusadas diferencias biológicas y, lo que es peor, instintos sexuales complementarios. Las feministas decidieron que tales instintos eran superfluos, una especie de ilusión óptica, meros comportamientos sociales inducidos por el patriarcado con fines perversos.

Había nacido la teoría de género, según la cual, somos hombres o mujeres como resultado de una construcción social, e incluso de una percepción personal, no de esa biología transmitida por la evolución. Según la teoría de género, la naturaleza trabajó en balde durante millones de años: no somos lo que biológicamente somos, sino lo que socialmente queramos ser. No hay hombres y mujeres por imperativo genético, sino construcciones sociales. Somos hombres o mujeres porque el patriarcado nos ha educado para serlo. La naturaleza biológica es un accidente sin importancia. Tener pene o vagina, algo anecdótico. La atracción sexual entre hombres y mujeres, un artificio más del tinglado patriarcal. Para la inquisición de género, afirmar que la heterosexualidad es más natural que la homosexualidad porque sirve mejor a los designios reproductivos de la naturaleza es herejía, casi delito. Es como si Darwin nunca hubiera existido.

De momento, la teoría de género sólo se aplica a los seres humanos. Las expertas no se han pronunciado aún sobre la cuestión paralela del género de los demás mamíferos que nos acompañaron en nuestro largo camino hacia la misma forma de división sexual. No sabemos aún si la tendencia de los perros a montar a las perras es también fruto de una construcción social. No sabemos si los furibundos cabezazos que se asestan los cérvidos en su competencia por las hembras son meros códigos sociales dictados por el patriarcado que tengan ellos, y si habrá que proceder a su deconstrucción.

Dejando de lado las insalvables diferencias anatómicas y biológicas, y centrándonos únicamente en las supuestas "construcciones" del patriarcado opresor, uno de sus resultados más visibles y contradictorios es el curioso comportamiento siguiente: desde la más remota noche de los tiempos, los varones han arriesgado su vida para proteger a las mujeres, y lo han hecho como la cosa más natural del mundo, y nunca ha ocurrido al revés. Al parecer, la opresión bien entendida empieza por uno mismo.

En los tiempos en que se luchaba por la mera supervivencia, un varón muerto era, simplemente, un individuo menos. En cambio, una mujer muerta era, para los fines de supervivencia del grupo, un individuo menos, más los posibles embarazos que hubiera llevado a término. Es decir, los varones han sido siempre el sexo biológicamente barato, y las mujeres el sexo biológicamente caro. Los hombres han ocupado siempre los puestos donde hay riesgo de muerte violenta: en las escaramuzas con tribus rivales, en los ejércitos, en los barcos, en las minas, en los andamios...

Esa distribución de roles no fue caprichosa, sino necesaria para la supervivencia, primero de la especie, y después, de las tribus, los estados y las civilizaciones. El ejemplo más paradigmático y reciente de ese sacrificio del sexo barato en beneficio del sexo caro nos lo ofrece el hundimiento del Titanic: los hombres, aun siendo físicamente más fuertes, obedecieron sin rechistar al mandato genético ancestral y cedieron los botes salvavidas a las mujeres. Resultado: se ahogaron el 80 por ciento de los hombres y solo el 20 de las mujeres.

Naturalmente, esa mayor predisposición del hombre (como sexo biológicamente barato) a correr riesgos y poner su vida en peligro para proteger a las mujeres (como sexo biológicamente caro) y los niños (como futuro y continuidad del grupo) ha hecho más visible su comportamiento a lo largo de la historia. Los hombres han ganado y perdido más batallas, han navegado más lejos y han naufragado con mayor frecuencia. Han construido más catedrales y han perecido en mayor número en catástrofes mineras. Y tal vez, por razones similares, han desarrollado más ese amor al riesgo y la aventura que, en unos casos, conduce a la genialidad y, en otros, a la locura; en unos casos al heroísmo, y en otros a la delincuencia; en unos casos al triunfo, y en otros a la exclusión social.

La vida moderna es fácil, y las mujeres, o al menos las feministas, han dado por descontado que esa mayor temeridad masculina ya no es necesaria. Muchos hombres también comparten ese sentimiento. Es posible que tengan razón, que la tecnología sea un sustituto eficaz de la testosterona y la haga innecesaria. Que los puros machos ya no resulten indispensables para sobrevivir. Que, a pesar de nuestra lucha por preservar la biodiversidad en la naturaleza, haya que hacer una excepción con la biodiversidad sexual de nuestra propia especie y extirpar esa reserva de masculinidad innecesaria. Que haya que deconstruir a Darwin.

Lo mismo que ciertos temibles lobos acabaron siendo sumisos perros, tal vez los hombres acaben por perder en poco tiempo esa masculinidad ya menguante. Hasta es posible que, a base de perseverar en la ingeniería social, la heterosexualidad deje de ser la inclinación mayoritaria. Si el experimento de Belyaev con los zorros plateados logró transformar alimañas salvajes en dóciles animales domésticos en menos de 50 años, comprimiendo en unas pocas décadas un proceso que naturalmente habría durado miles de años, nada tendría de extraño que nuestro actual modo de vida dentro de la gran burbuja de electrónica y confort en que vivimos lograse domesticaciones y reblandecimientos similares en los humanos.

Más que una opción, nuestra feminización parece un destino. Para algunos, la antesala de un mundo, por fin, feliz. Para otros, un destino fatal que nos pondrá a merced de otras civilizaciones o culturas que no hayan sufrido un proceso paralelo de amansamiento. Pero una cosa es abominar de la masculinidad, con todos los riesgos que ello conlleva, y otra muy distinta reescribir la historia para dar encaje a esa abominación. Una cosa es entregarse a ensoñaciones futuristas unisex y otra negar las evidencias del registro fósil. Una cosa es la ideología gratuita y otra la ciencia contrastada. Mientras tanto, nuestras universidades enseñan simultáneamente la teoría de la evolución y la teoría de género, a pesar de la radical incompatibilidad entre ambas. Esquizofrenia académica en un mundo de locos. Tanta evolución para que el templo de la sabiduría acabe siendo un manicomio.



Añadiduras

La evolución en acción

En este hemisferio occidental donde se denigran de forma sistemática, cotidiana y rutinaria los valores genéticamente masculinos, en esta sociedad donde la mayor capacidad masculina para el riesgo físico se menosprecia por innecesaria, en este epílogo de la civilización donde la distinción entre lo masculino y lo femenino se considera una mera construcción cultural, en este vasto plató unisex —digo—, ningún órgano político, mediático o cultural parece haber reparado en un hecho que, por sí solo, debería bastar para agrietar todas las teorías de género sobre ese supuesto error de la naturaleza llamado testosterona: en febrero de 2022, la invasión de Ucrania por Rusia permitió apreciar a gran escala la utilidad de la especialización evolutiva de los sexos, que impuso a todos los varones menores de 60 años la obligación de quedarse en territorio ucraniano para arriesgar sus vidas en defensa del país, mientras que unos 14 millones de mujeres y niños buscaban refugio en otros países o en regiones alejadas del frente de batalla.