¡Corre, camarada!

En una entrevista concedida al diario El Mundo con ocasión de la presentación de su libro "El nuevo orden erótico", el filósofo italiano Diego Fusaro valora los efectos de la revolución de mayo del 68 y hace enloquecer la brújula que ha marcado el rumbo de varias generaciones de europeos, desde Daniel Cohn-Bendit y sus coetáneos hasta hoy.

En su momento, las reivindicaciones de mayo del 68 chocaron frontalmente con la moral tradicional y las normas por las que se regían la relaciones intersexuales hasta entonces, básicamente orientadas al matrimonio y la fundación de una familia. Si las consignas de mayo del 68 —precedidas y reforzadas por los eslóganes hippies llegados desde San Francisco— nos dejaron un mensaje claro, ese mensaje fue inequívocamente anticapitalista y antiburgués. Podría decirse que fueron los primeros frutos visibles y tangibles del posmarxismo cultural promovido por la escuela de Frankfurt (con Herbert Marcuse como gran divulgador entre la juventud estadounidense).

La revuelta de mayo del 68 constituyó un ataque frontal contra los valores en los que, supuestamente, se sustentaba el capitalismo, enemigo por antonomasia de la izquierda desde los tiempos de Marx. Entre esos valores destacaban la familia tradicional y la moral en que se asentaba (ya anatematizados por Engels en su obra fundacional "El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado"). Frente a esos valores, los promotores de mayo del 68 y del movimiento hippie preconizaban el amor libre desvinculado de la procreación y del compromiso matrimonial. La gran revolución de la época fue, sobre todo, sexual (con ayuda de los anticonceptivos producidos por el odiado capitalismo, todo hay que decirlo, porque a las mujeres nunca les habría interesado el amor libre seguido de inevitables embarazos de padre anónimo o ausente).

Fueron, pues, los anticonceptivos, los que hicieron posible el cambio del paradigma. Por primera vez en la historia de la humanidad, la sexualidad dejó de ser el instrumento diseñado por la naturaleza para asegurar la continuidad de la especie, y procreación y goce tomaron caminos divergentes. Tras las primeras resistencias iniciales ofrecidas por la mentalidad de las generaciones mayores, los jóvenes del 68 y sus hijos y nietos adoptaron los nuevos modelos, y la sexualidad juvenil abandonó la clandestinidad del asiento trasero del coche para normalizarse en las décadas posteriores hasta su completa integración en los hábitos sociales.

Dicho en pocas palabras, lejos de funcionar como ariete anticapitalista, el amor libre y la sexualidad más heterogénea y multiforme pasaron ser comportamientos plenamente asimilados por la sociedad capitalista y perdieron por completo su carácter revolucionario.

Medio siglo después, Diego Fusaro nos sorprende al reivindicar, desde su radical militancia anticapitalista, los valores y preceptos tradicionales derogados por la izquierda revolucionaria del 68. Dice Fusaro: "El amor, como conciencia ética, se empezó transformar en mercancía. Fue la colonización extrema del capitalismo de las zonas que habían logrado resistirle. [...] Lo malo es que, después del 68, entramos en un nuevo orden erótico que ha planteado nuevos problemas sin resolver los antiguos, incluida la condición de la mujer. Se dice que la mujer se ha liberado cuando se ha convertido en una mercancía sujeta a las leyes de la plusvalía".

El golpe de timón es absoluto. Una de las grandes referencias de la izquierda anticapitalista (el movimiento del 68) se convierte súbitamente en instrumento del capitalismo. Me guardaré mucho de restar importancia a este giro copernicano. Los filósofos siempre van muy por delante de los políticos. Es muy posible que los pronunciamientos de Fusaro acaben siendo la avanzadilla de una nueva estrategia anticapitalista que, a la vuelta de unos años, la izquierda progresista asuma como propia. A fin de cuentas, desde el final de la URSS, la política se articula en torno a las banderas ideológicas que empieza blandiendo la izquierda progresista y políticamente correcta y que, poco a poco, la derecha va incluyendo en sus programas, lo que a su vez obliga a la izquierda a tomar nuevas distancias.

Lo novedoso será, en este caso, que la izquierda anticapitalista se posicione contra el actual orden erótico propiciado años atrás por ella misma y reivindique los valores sociales vigentes antes del 68. Lo insólito será que la izquierda auspicie los valores que combatió hace 50 años y cierre así el círculo recorrido desde entonces para comenzar, en el mismo punto, otro periplo de enaltecimiento de esos valores que, a su vez, la derecha, siempre receptiva frente al programa ideológico progresista promulgado por la izquierda, irá asumiendo también como propios hasta completar el siguiente recorrido circular de una noria dialéctica sin fin.

La teoría del eterno retorno se verá así confirmada, no a escala de los grandes ciclos históricos, sino a escala biográfica. El mismo Cohn-Bendit, desde sus postulados de izquierda, estaría aún a tiempo de apuntarse a la nueva revolución anti-68 y mostrar al mundo que el principio clásico de no contradicción es irrelevante en política. El viejo lema sesentayochista Cours, camarade, le vieux monde est derrière toi! (¡Corre, camarada, el mundo viejo te persigue!) sería el acicate perfecto para esa revolución circular sin fin.



Añadiduras

"El nuevo orden erótico" (Diego Fusaro)

He leído el libro de Fusaro con interés creciente, tras abordar y superar intrépidamente la gran barrera semántico-críptico-léxica de sus primeros capítulos. Coincido, en general, con Fusaro en su descripción y valoración de determinados fenómenos sociales específicos y característicos de nuestra época, como son el hedonismo, el feminismo, el victimismo, la generocracia o la crisis de la familia tradicional. Coincido en la descripción de esos síntomas, pero no en la percepción de sus causas. Fusaro atribuye el origen de esos fenómenos sociales a un designio deliberado y planificado del capitalismo —ecos de Marcuse—, que los promovería —¿por qué cauces?— como medio para favorecer su propia expansión.

Más bien, el proceso me parece el contrario. Tal vez los fenómenos descritos son fruto espontáneo, y quizás inevitable, del bienestar generado por el capitalismo y del reblandecimiento moral consiguiente. Tal vez opulencia rima fatalmente con decadencia. Pero no cabe olvidar que la vanguardia de la lucha anticapitalista —o si se prefiere, antisistema— adopta actualmente la forma de defensa de identidades y minorías auspiciadas por la nueva hegemonía cultural.

En todo caso, e incluso si se comparte con Fusaro su visión siniestra del capitalismo, la renuncia voluntaria al proceso capitalista y a sus ventajas e inconvenientes es una opción inviable. No creo que Fusaro piense que el modelo precapitalista de los amish de Ohio sea preferible al de la sociedad estadounidense circundante. Tal vez su visión económica se oriente hacia un capitalismo más o menos intervenido, o más o menos socialista. Pero, como buen filósofo, Fusaro debe saber que hay conceptos ontológicamente incompatibles.