Brevísima historia del arte

Sin duda, el pintor de la cueva de Altamira destacaba en la tribu por su destreza con el pincel o algún instrumento parecido. Con pocos medios y sin haber estudiado en escuelas ni academias, fue capaz de pintar bisontes con asombroso realismo y aprovechar los abultamientos de la roca para imprimir a sus figuras la sensación de volumen. Es de suponer que sus habilidades fueron debidamente recompensadas (tal vez con cecina de bisonte, en espera de que se inventaran los sobaos pasiegos) y justamente elogiadas por las sucesivas oleadas de pobladores magdalenienses, solutrenses y auriñacienses que preservaron las pinturas.

Desde entonces, y durante largos milenios, los artistas fueron personas que destacaban por su talento para llevar a cabo determinadas obras y, con ello, atender ciertos encargos y demandas, ya fuera para decorar templos griegos o capillas renacentistas. Obviamente, los más capaces en el desempeño de su labor gozaron de fama y admiración, y sus creaciones fueron ampliamente elogiadas e imitadas. El reconocimiento del genio llegaba como corolario a la realización de su obra.

Así estaban las cosas cuando empezó a discurrir el siglo XIX y, poco a poco, a cristalizar la idea de que el genio era anterior a su obra y de que las creaciones del genio tenían por fuerza que ser geniales.

A comienzos del siglo XX, ese planteamiento estaba plenamente consolidado: una obra pasó a ser genial en la medida en que era creada, o simplemente explicada, por un autor autopercibido como genio y asistido por su destreza publicitaria o, a falta de ella, por la suerte o la moda. Tal vez el caso más paradigmático del nuevo enfoque sea el de Marcel Duchamp, al que bastó su "genialidad" iconoclasta para decidir que un urinario puesto al revés o una pala comprada en una ferretería eran excelsas obras de arte sólo porque él había decidido que lo fueran. O que su tardía gamberrada escolar consistente en pintar bigote y perilla a la Gioconda y poner debajo las iniciales L.H.O.O.Q. (que, deletradas en francés, significan "ella tiene el culo caliente") se exponga en célebres museos y alcance precios exorbitantes en las subastas.

Obviamente, yo no soy un genio como Duchamp. Si lo fuera, podría, por ejemplo, rebautizar como "cuadrúpedo vegetal" la silla en la que estoy sentado y convertirla así en obra de arte. En cambio, creo que soy razonablemente capaz de ver la poca gracia de las meras ocurrencias y extravagancias, por más que los artistas y críticos de arte se empeñen en considerarlas geniales. Poca gracia le veo, por ejemplo, al escritorio cubierto de paja o la pila de platos que Antoni Tapiès nos presenta como obras de arte, certificadas por numerosos críticos como fruto de un prodigioso talento. Y menos gracia aún le veo al plátano sujeto con cinta adhesiva de Maurizio Cattelan —inmundicia de obligada reposición semanal por la que se pagaron 120.000 dólares— o la caja de zapatos vacía expuesta en un importante museo. El mundo está lleno de objetos cubiertos de ciertas cosas y colocados de ciertas maneras cuyo valor estético no cambia porque un genio autoproclamado los incluya en su repertorio de ocurrencias.

Que conste que no tengo nada contra el mercado de ocurrencias, ni contra la explotación económica de las extravagancias. Si el artista autopercibido tiene la ocurrencia de pegar un par de zapatos por las suelas y consigue que su ocurrencia pase a cotizarse en la gran bolsa de valores del arte, reciba mi enhorabuena: ha hecho un buen negocio con poco gasto. Por ejemplo, si Damien Hirst consigue cifras millonarias repitiendo una y otra vez la misma ocurrencia de conservar cuerpos de animales en depósitos de formol, es obvio que está dotado de un prodigioso olfato económico. Y si los grandes inversores acostumbrados a multiplicar los millones frecuentan la bolsa de valores del arte, sin duda lo hacen porque en ella se cotizan activos seguros. Otra cosa es que esos activos cumplan, además, la función primordial del arte de suscitar una admiración fundamentada.

El gran misterio de ciertas obras del arte contemporáneo reside, más que en su significado oculto o su enigmático simbolismo, en el talento inexplicable del autor que, como nuevo rey Midas, logra convertirlas en activos financieros multimillonarios.



Añadiduras

El arte de interpretar el arte

Los antiguos romanos buscaban consejo en el vuelo de las aves. Los griegos tenían el estornudo por signo favorable de los dioses. Años más tarde, Sigmund Freud interpretaba los sueños en medio del reconocimiento universal. En su búsqueda de sueños premonitorios, topó con uno de Leonardo da Vinci que resultó un verdadero filón de oniromancia. Mientras disertaba sobre el vuelo de las aves, Leonardo había evocado un sueño de su niñez en el que un buitre agitaba las plumas de su cola entre sus labios infantiles. A partir de esa breve evocación onírica, Freud elabora amplias divagaciones sobre la personalidad de Leonardo da Vinci —incluida su supuesta condición homosexual— y explica las características de algunas de sus obras más representativas. Por si fuera poco, llega a descubrir la figura de un buitre en los pliegues del vestido de una de las figuras femeninas del cuadro La Virgen, Santa Ana y el Niño. Según Freud, el inconsciente habría guiado el pincel de Leonardo hasta dibujar el buitre de su sueño infantil sin percatarse de ello.

Por supuesto, el entusiasmo de los seguidores del profesor vienés no decayó cuando se comprobó que toda la teoría del buitre reposaba sobre una mala traducción al alemán de la palabra realmente utilizada por Leonardo (nibbio), que no significa buitre, sino milano...

Como es fácil entender, las elucubraciones freudianas no restan ni añaden mérito a la obra de Leonardo, pero nos dan idea de los arbitrarios vericuetos que puede seguir la exégesis académica del arte. Si estos artificios psicológicos tienen curso legal y perviven en los entornos académicos y son objeto de profundas cavilaciones y estudios en revistas especializadas, cómo no van a colar las ocurrencias con convertibilidad económica inmediata, ya se basen en paja seca o en formol.


Lo inexplicable

Si en una escuela enseñan que las normas de buena educación y urbanidad nos prohíben dar codazos y pisotones a la gente, hablar a gritos entre dos mesas separadas en un restaurante u orinar y defecar en público y, acto seguido, en la clase siguiente de esa misma escuela, proclaman que lo correcto en la vida social es adoptar esos comportamientos, pensaremos que algo falla, que la contradicción entre ambas enseñanzas es inadmisible, que alguien está loco.

Sin embargo, admitimos como cosa natural esa contradicción en el mundo del arte, donde las estatuas de Praxíteles o Miguel Ángel se valoran con arreglo a principios absolutamente incompatibles con los aplicados a obras como la trivial y anodina My Bed (Mi cama), cuyo panegírico nos presenta El Mundo en un reciente artículo.