Pasar la antorcha

En la Ciudad Universitaria de Madrid, flanqueado por las facultades de Farmacia, Medicina y Odontología, aguanta como puede las sucesivas oleadas de vandalismo estudiantil y la imperturbable desidia municipal o rectoral el grupo escultórico denominado “Los portadores de la antorcha”, obra donada en 1955 al pueblo madrileño por su autora, la escultora e hispanista estadounidense Anna Hyatt Huntington.

El monumento, en su versión original, se halla emplazado, como digo, en ese epicentro de botellones y protestas primaverales -aunque cuenta con réplicas tratadas con más respeto en otras partes del mundo-, y representa a un atleta exhausto y moribundo que, en un último esfuerzo, entrega la antorcha al siguiente portador. Según explicaba la propia autora en 1953, la obra es un homenaje a la civilización occidental y simboliza la transmisión intergeneracional de sus valores, que es la idea que me trae hoy aquí.

En nuestro tiempo, el debate público es muy ruidoso y variopinto. Hay muchas tribunas, y en ellas habla, discute y vocifera mucha gente, aparentemente sobre muchísimos temas. ¿Muchísimos? Quizás no tantos. En algún lugar dejó escrito Ortega y Gasset que una persona capaz de alumbrar media docena de ideas originales era un caso excepcional, así que no debería extrañarnos que, con menos de eso, muchos habladores profesionales sean capaces de ergotizar durante horas.

Si tuviéramos una depuradora de debates y controversias que filtrara todo el ruido innecesario de eslóganes, mantras y lugares comunes y adelgazara la retórica hasta dejarla en los puros huesos, toda esa verborrea incontenible de credos sociopolíticos y adhesiones ideológicas se simplificaría y reduciría a unos pocos mensajes básicos. No en vano la mitad de los contertulios suele decir exactamente lo contrario que la otra mitad. En particular, ese ejercicio de filtrado de ruidos nos permitiría distinguir, entre la maraña de voces y ecos, el hilo conductor de dos posturas recurrentes y asiduas: el interés por preservar la civilización heredada y transmitirla a las generaciones futuras, o la falta de ese interés. Seguir o no siendo Europa, esa es la cuestión de fondo que subyace debajo de otras más visibles y confesables, y que casi nadie aborda de frente.

Porque la defensa de la identidad europea choca con algunos de los escollos más incómodos de nuestro tiempo. Por ejemplo, el de la inmigración y sus variantes: no es lo mismo una inmigración paulatina, culturalmente afín y asimilable que una inmigración torrencial o culturalmente hostil. O el de la demografía: si seguimos anteponiendo el ideal feminista de la mujer competitiva y alejada de la maternidad al modelo de familia con niveles de procreación razonables, serán otras culturas las que vengan a llenar nuestro vacío demográfico. Y lo llenarán con sus valores y a expensas de los nuestros.

Lo mismo que los grandes descubrimientos geográficos que cambiaron la faz del mundo a finales del siglo XV tuvieron una causa trivial (las especias), el cambio de rumbo de nuestra historia contemporánea hay que buscarlo, más que en épicas revoluciones o tumultuosas efemérides políticas, en un invento minúsculo y rutinario: los anticonceptivos. Y en la subsiguiente recesión demográfica, la misma penuria hominum que, hace casi veinte siglos, puso en condiciones de inferioridad, primero a los paganos frente a los cristianos, y después a todo el imperio romano frente a los bárbaros. Es decir, a quienes practicaban la anticoncepción, el aborto, el infanticidio y la exposición de recién nacidos frente a quienes no tenían esas costumbres y, además, recogían y criaban a los niños expuestos. La frase “El vientre de nuestras mujeres nos dará la victoria”, frecuentemente atribuida Houari Boumedián, es probablemente apócrifa, pero no por ello menos inquietante.

La fragilidad del proyecto europeo es acogida con gran preocupación por algunas personas y despachada con una mezcla de displicencia e hilaridad por otras. Entre quienes desean a toda costa preservar los principios de la civilización europea y darles proyección hacia el futuro y quienes, desde mayo del 68, se burlan abiertamente de esa civilización heredada caben todas las gradaciones de entusiasmos, tibiezas y apatías. Pero, como decíamos antes, si se observan con atención, casi todas las formulaciones y posturas implícitas del debate público tienen un lugar específico en la recta imaginaria que une ambos extremos.

Lo que hace doblemente simbólica la obra de A.H. Huntington es que, gracias al gamberrismo de grado y a la incuria de posgrado, el monumento ha acabado reflejando ese conflicto de posturas subyacente en nuestros torneos dialécticos. En principio, pocas alegorías podrían convenir mejor a Europa y sus generaciones sucesivas de portadores de la llama civilizadora desde los tiempos homéricos hasta la época actual. Pero el monumento de la Ciudad Universitaria, amén de otros ultrajes, sufrió el expolio de su antorcha hace años, y las autoridades no parecen tener mucha prisa en reponer ese elemento indispensable, cuya ausencia convierte a los portadores de la antorcha en portadores de la nada. En su presente estado de mutilación, el grupo escultórico representa, más que la voluntad de futuro que le imprimió su autora, la indiferencia ante el destino de Europa y de la civilización occidental que caracteriza a gran parte de nuestra sociedad y de nuestros líderes, incluidos tal vez los responsables de velar por la integridad del monumento. Es triste decirlo, pero quizás la estatua sea ahora, más que antes, representativa de nuestra sociedad y de su indiferencia ante la misión histórica de “pasar la antorcha”.

Para colmo del simbolismo, la inscripción colocada en el pedestal de la estatua alude, precisamente, a la misión histórica de la maternidad: "El hombre lleva la sagrada antorcha de la fidelidad... La mujer lleva la maternidad como antorcha sublime en su camino..." La frase, un verdadero inri para el moderno evangelio de género y su ideal unisex, produce, sesenta años más tarde, la desazón de un diagnóstico poco esperanzador. Decididamente, el monumento es políticamente incorrecto, y la ubicación que parecía más idónea y emblemática cuando se inauguró hace más de medio siglo se ha tornado radicalmente inhóspita.

Tengo cierta afición a la Historia y, casi involuntariamente, trato de ver las cosas con la mirada del historiador, es decir, desde lejos, desde el futuro… Sin ánimo de generalizar, creo que Arnold Toynbee no iba descaminado al decir que las civilizaciones mueren por suicidio, no por homicidio. Los europeos que construyeron las catedrales medievales tenían una proyección de futuro tan clara que les parecía la cosa más natural del mundo empezar obras grandiosas cuya culminación requeriría el esfuerzo sucesivo de varias generaciones. Hoy el horizonte es más borroso, y las prioridades más confusas. Los programas políticos suelen ser cajones de sastre que quieren contentar a todos. El futuro es un concepto miope, una perspectiva que se diluye a unos pocos años vista: los que nos separan de las próximas elecciones. Con frecuencia, nuestras preocupaciones tienen toda la traza de ser subterfugios para no mirar de frente los problemas reales. Los europeos parecen sinceramente preocupados porque la temperatura del planeta puede subir medio grado en medio siglo o porque la igualdad de género no acaba de llegar a los consejos de administración, y tal vez así consiguen olvidar el verdadero problema de fondo, que es el de su supervivencia como europeos.



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Homo finit, opera manent: los hombres pasan, las obras permanecen. Logotipo basado en el grupo escultórico "Los portadores de la antorcha" de Anna Hyatt Huntington.