La décima musa

Mi relación con la poesía es muy antigua. Entre mis recuerdos más lejanos guardo el de los poemas que recitaba, con seis o siete años de edad, desde el banco de nuestra gran cocina rural: romances aprendidos de memoria por vía oral que tal vez habían recitado a la misma edad y sobre el mismo banco mis padres y abuelos.

Con tales antecedentes, no es de extrañar que mi vocación poética despertara pronto. La gran devoción de mi adolescencia y juventud fue leer poesía. Por entonces, mis idas y venidas entre rimas y versos seguían derroteros que unían fielmente el romancero y el cancionero tradicionales con Manrique, Lope, Bécquer, los Machado o Lorca, por poner algunos ejemplos. En casi todos los poetas anteriores a la generación del 27 hallaba un parentesco más o menos cercano, pero siempre entroncado en un mismo árbol genealógico que remontaba hasta el Cantar de Mío Cid.

Si tuviera que resumir brevemente los rasgos más frecuentes en ese modelo secular de poesía, diría que consistían en transmitir el mayor contenido posible con una estricta economía verbal (la "palabra esencial" de la definición machadiana); utilizar la imaginación sin apartarse de la realidad ("abejas, cantores, no a la miel, sino a las flores", según aconsejaba también Antonio Machado); y escribir con gracia, ritmo y musicalidad ("canto y cuento es la poesía", también en palabras de Machado). Tal vez por eso, la poesía tradicional gozaba de gran popularidad y, en ciertos casos, podría decirse que era patrimonio del pueblo.

Al adentrarse en el siglo XX, muchos poetas empezaron a renegar de ese abolengo y a rebuscar la sustancia de sus versos en complejas formulaciones de gran retorcimiento formal que, más que la comunicación con el lector, parecían tener por objeto su aturdimiento mediante enrevesadas e indescrifrables manufacturas lingüísticas y semánticas basadas en elucubraciones cerebrales, fruto de una clara predilección por la miel en lugar de las flores.

Podríamos decir que por entonces se inventó, si no la inteligencia artificial, al menos la inteligencia artificiosa. Probablemente, muchos de esos textos poéticos farragosos serán pronto indistinguibles de los creados por ChatGPT. A decir verdad, he hecho la prueba, y creo que los textos que me ha devuelto la inteligencia artificial podrían organizarse en un libro y competir dignamente en certámenes y justas con los versos más amanerados y oscuros escritos por algunos poetas generosamente laureados en los últimos decenios.

El problema es que la inteligencia artificial llegará más lejos. Si ya es capaz de "resucitar" a personajes históricos y hacer que actúen y hablen con más o menos naturalidad, qué duda cabe de que, andando el tiempo, conseguirá también aumentar el repertorio de poemas de Lope de Vega o Quevedo sin que apenas se note el engaño. El sobrenombre de décima musa, con precedencia sobre otras posibles candidatas, le corresponderá entonces a la IA por derecho propio.

Volviendo a mis aficciones poéticas juveniles, quiero recordar que una de ellas consistía en imitar a mis autores preferidos y tratar de escribir como ellos lo hubieran hecho. Creo que, a fuerza de porfiar, llegué a ser un imitador bastante hábil. Ahora que la jubilación me deja tiempo libre, pensaba retomar seriamente ese oficio de poeta sucedáneo interrumpido hace cuarenta años y ganar con él fama, renombre y gloria póstuma. Pero —mi gozo en un pozo— la susodicha inteligencia artificial pronto convertirá en trivial tal actividad. Por ello, antes de que el ChatGPT me tome la delantera, he buceado en mi memoria y he logrado recordar algunos poemas escritos en mi lejana juventud con un amago de estilo tomado de Antonio Machado, mi poeta predilecto. Copio a continuación esos poemas "posmachadianos" rescatados de mi propio olvido. Supongo que los más jóvenes no verán mucha diferencia entre esos versos y los subproductos digitales de la IA, pero el lector formado en la vieja escuela de la poesía tradicional y buen conocedor de la lírica machadiana sabrá distinguir las voces de los ecos y concluirá categóricamente que estos versos no han sido hechos con inteligencia artificial. ¿O tal vez sí?



Poemas posmachadianos


El viejo molino

He vuelto a soñar en tus ruinas,
romántico y viejo molino.

Aún se yerguen, intactos,
tus recios muros de mampuesto antiguo,
y las tapias que débilmente dora
esta luz de solsticio.

Y aún guarda tu represa negra
un trozo de cielo infinito.

Pero tus ejes y ruedas no cantan,
poeta de otro siglo,
ni late como antaño tu gastado
corazón de granito,
y es más triste que bello
tu equívoco lirismo.

El agua, que es la vida, corre en vano
bajo tus ojos de piedra y ladrillo.

No volverán las tardes

No volverán las tardes
llenas de aromas,
ni los idilios mudos
bajo las frondas.

No habrá licores nuevos
para tu copa,
ni apurarás la dulce
hez que reposa.

No te traerá el otoño
su flor tardía... Llora,
mientras tu mano pulsa
el arpa rota.

Nadie al edén perdido
jamás retorna,
ni la rosa de ayer
dos veces corta.

Decantación

Quisiera dormir un sueño
profundo y largo.

Un sueño que atravesara
como un río cruza un lago:
al entrar, revuelto y turbio;
al salir, sereno y claro.

En el fondo de la noche
quedara el barro.

Con la antorcha sagrada

Con la antorcha sagrada en nuestras manos
la noche recorremos,
sin saber el recodo donde aguarda
la mano del relevo,
ni dónde tendrá fin nuestra carrera,
ni dónde hemos robado nuestro fuego,
si es hierro incandescente de la fragua
de los dioses, eterno,
o mal picón sin llama
y turba del pantano de los muertos.

Tardes

¡Oh, las tardes infantiles
que flotan en el recuerdo!

Grises tardes invernales
de relatos junto al fuego,
y tardes, en primavera,
de indefinibles anhelos
o, en verano, de furtivos
roces y secretos besos,
tardes de escuela, en otoño,
horas de soñar despierto,
y otra vez las tardes grises,
las lentas tardes de invierno...

¡Y el alma de todas ellas
que fluye en todos mis versos!